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La sentencia condenatoria contra él es una desgracia para todos los españoles

Una puta mierda de sentencia

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Las decisiones judiciales hay que acatarlas. En un Estado de derecho, esto nadie lo pone en duda. Pero también es cierto que casi nadie sabe qué es "acatar".

Acatar significa "obedecer con respeto", y desacatar significa desobedecer. Ahora bien, esa obediencia se refiere, obviamente, al fuero externo, sin perjuicio de que interiormente se opine distinto de aquello que se acata, ya que los jueces, al menos de momento, no son dios, y que yo sepa, hoy por hoy, el único dios es Dios, que es quien únicamente puede pedirnos un asentimiento interior.

Quiere decir esto que, gracias a Dios y a la Constitución (art. 20.1.a), no hay inconveniente en que los mortales opinemos, también los que no somos jueces. Porque los jueces, está claro que tienen esa libertad, ya que las sentencias judiciales son, en último término, opiniones. Muy cualificadas, sí, pero opiniones. Es decir, que no son dogmas de fe de ninguna religión, sino opiniones, de modo que ellos serán muy respetables, pero sus opiniones pueden ser calificadas de "puta mierda" sin ningún problema. Estamos ante el principio general de respetar a las personas pero disentir de sus opiniones.

Además, las opiniones de los jueces, o sea, sus sentencias, ni siquiera son fuentes del derecho, ya que las fuentes del derecho, en España, son "la ley, la costumbre y los principios generales del derecho" (art. 1.1 del Código Civil).

Se cuenta que en Italia, si te encuentras una señal de prohibido el paso, debes entenderla de modo distinto según estés más al norte o más al sur. Así, si te encuentras en Milán, esa señal es claramente un "mandato"; si estás en Roma, se trata de una "recomendación". Y si estás en Nápoles, no pasa de ser una "opinión". Puede ser que en este país haya no poca gente que crea que estamos en Milán, cuando en realidad estamos en Nápoles, en cuanto al modo de entender las sentencias de los jueces.

Ni siquiera la jurisprudencia del Tribunal Supremo es fuente del derecho en España. No solo porque lo dice la ley, sino porque la jurisprudencia del Supremo es contradictoria con el paso del tiempo, y sería como para volverse locos que los cambios de dirección en las sentencias del Supremo fueran para nosotros, ley.

Queda, pues, claro, que el acatamiento va en otro orden distinto a la opinión. Pero además, el acatamiento afecta solo a quien le atañe esa sentencia por ser protagonista del litigio en el que se ha producido esta. Pero a quienes no han sido protagonistas de ese asunto, ni les va ni les viene esa sentencia; nada tienen que obedecer en ese punto.

Quizá en estos momentos de frenesí catalanista-constitucionalista, hablar de un empresario, conocidísimo en Córdoba, poco conocido en Andalucía y totalmente desconocido de Despeñaperros para arriba, pueda resultar poco apropiado. Y no digamos si el tema consiste en que dentro de unos días podría entrar en la cárcel porque las declaraciones fiscales de sus empresas (hechas por expertos tributarios, algunos de ellos funcionarios de Hacienda en excedencia, y reconocidas por ellos) no parecen convencer técnicamente a los de la Administración tributaria y al parecer, tampoco al juez.

Este empresario se llama Rafael Gómez Sánchez, de 74 años, con toda una vida a sus espaldas de trabajo y de creación de empleo: llegó a crear hasta 10.000 puestos de trabajo. Queridísimo por todos los que han trabajado con él. Odiadísimo por los pocos envidiosos de su entorno que no le perdonan haber prosperado económicamente a lo largo de toda la vida habiendo partido de un origen humilde, pues como tantos españoles de aquellos años, fue emigrante en Francia.

Dichos estos prolegómenos, paso a decir que la sentencia condenatoria de Rafael Gómez es, en mi opinión (tengo libertad para opinar como me sale a los cojones, artículo 20.1.a) de la Constitución), una puta mierda, o dicho técnicamente, una sentencia injusta.

Si yo dijera que el juez que la ha dictado (cuyo nombre, ni lo se ni me interesa), la ha dictado a sabiendas de su injusticia o por imprudencia grave o ignorancia inexcusable, le estaría imputando los delitos de los artículos 446 y 447 del Código Penal, lo cual supondría por mi parte incurrir a mi vez en el delito de calumnia del art. 205, dado que no tengo pruebas de que el juez haya actuado así. Nada más lejos de mi pretensión. Dios me libre de meterme en el fuero interno de nadie. Solo me quiero fijar en el hecho externo, opinable, en la sentencia, no en la persona que la ha pronunciado.

En mi opinión esa sentencia es injusta. Todos tenemos derecho a opinar sobre la justicia porque todos tenemos un sentido innato de ella y porque la justicia no es propiedad de nadie, ni siquiera de los jueces. Es de todos. La sentencia es injusta por algo tan simple como es que no se ha tenido en cuenta el dolo ni por el forro. Todo han sido aspectos técnico-tributarios. También porque quien imputó no corrió con la carga de la prueba y porque los supuestos delitos no han sido probados ni demostrados. Todos estos argumentos los podría dar hasta un alumno de primero de derecho o cualquier ciudadano romano del siglo I. No digamos hoy día cuando son de general conocimiento los Derechos Humanos proclamados por las Naciones Unidas en 1947 y recogidos en nuestra Constitución.

Mal está que vivamos en un país en el que prima cada vez más el cotilleo, la sospecha infundada, la murmuración, la calumnia o la envidia. Mal está que la gente ignore cada vez más el artículo 24 de la Constitución y vulnere continuamente la presunción de inocencia. Pero cuando eso se hace desde la Administración de Justicia....entonces es como para echarse a temblar, como para que se nos ponga cara de vivir en Venezuela.

Da igual que se llame "Rafael Gómez Sánchez". La sentencia condenatoria contra él es una desgracia para todos los españoles. Condenar a 5 años de cárcel a un hombre por un supuesto delito que no ha cometido, en unas cuestiones opinables de mero carácter técnico-tributario, que en todo caso podrían tener su ámbito de discusión en un bar (o en unas aulas de la facultad de derecho), o incluso en un tribunal contencioso-administrativo, pero nunca en un tribunal penal, todo esto es una salvajada que además de llevarnos directamente a la época de las cavernas, justifica con creces que el colectivo de los jueces sea el peor valorado en las encuestas sociológicas de este país.

Una puta mierda de sentencia

La sentencia condenatoria contra él es una desgracia para todos los españoles
Antonio Moya Somolinos
miércoles, 20 de septiembre de 2017, 08:10 h (CET)
Las decisiones judiciales hay que acatarlas. En un Estado de derecho, esto nadie lo pone en duda. Pero también es cierto que casi nadie sabe qué es "acatar".

Acatar significa "obedecer con respeto", y desacatar significa desobedecer. Ahora bien, esa obediencia se refiere, obviamente, al fuero externo, sin perjuicio de que interiormente se opine distinto de aquello que se acata, ya que los jueces, al menos de momento, no son dios, y que yo sepa, hoy por hoy, el único dios es Dios, que es quien únicamente puede pedirnos un asentimiento interior.

Quiere decir esto que, gracias a Dios y a la Constitución (art. 20.1.a), no hay inconveniente en que los mortales opinemos, también los que no somos jueces. Porque los jueces, está claro que tienen esa libertad, ya que las sentencias judiciales son, en último término, opiniones. Muy cualificadas, sí, pero opiniones. Es decir, que no son dogmas de fe de ninguna religión, sino opiniones, de modo que ellos serán muy respetables, pero sus opiniones pueden ser calificadas de "puta mierda" sin ningún problema. Estamos ante el principio general de respetar a las personas pero disentir de sus opiniones.

Además, las opiniones de los jueces, o sea, sus sentencias, ni siquiera son fuentes del derecho, ya que las fuentes del derecho, en España, son "la ley, la costumbre y los principios generales del derecho" (art. 1.1 del Código Civil).

Se cuenta que en Italia, si te encuentras una señal de prohibido el paso, debes entenderla de modo distinto según estés más al norte o más al sur. Así, si te encuentras en Milán, esa señal es claramente un "mandato"; si estás en Roma, se trata de una "recomendación". Y si estás en Nápoles, no pasa de ser una "opinión". Puede ser que en este país haya no poca gente que crea que estamos en Milán, cuando en realidad estamos en Nápoles, en cuanto al modo de entender las sentencias de los jueces.

Ni siquiera la jurisprudencia del Tribunal Supremo es fuente del derecho en España. No solo porque lo dice la ley, sino porque la jurisprudencia del Supremo es contradictoria con el paso del tiempo, y sería como para volverse locos que los cambios de dirección en las sentencias del Supremo fueran para nosotros, ley.

Queda, pues, claro, que el acatamiento va en otro orden distinto a la opinión. Pero además, el acatamiento afecta solo a quien le atañe esa sentencia por ser protagonista del litigio en el que se ha producido esta. Pero a quienes no han sido protagonistas de ese asunto, ni les va ni les viene esa sentencia; nada tienen que obedecer en ese punto.

Quizá en estos momentos de frenesí catalanista-constitucionalista, hablar de un empresario, conocidísimo en Córdoba, poco conocido en Andalucía y totalmente desconocido de Despeñaperros para arriba, pueda resultar poco apropiado. Y no digamos si el tema consiste en que dentro de unos días podría entrar en la cárcel porque las declaraciones fiscales de sus empresas (hechas por expertos tributarios, algunos de ellos funcionarios de Hacienda en excedencia, y reconocidas por ellos) no parecen convencer técnicamente a los de la Administración tributaria y al parecer, tampoco al juez.

Este empresario se llama Rafael Gómez Sánchez, de 74 años, con toda una vida a sus espaldas de trabajo y de creación de empleo: llegó a crear hasta 10.000 puestos de trabajo. Queridísimo por todos los que han trabajado con él. Odiadísimo por los pocos envidiosos de su entorno que no le perdonan haber prosperado económicamente a lo largo de toda la vida habiendo partido de un origen humilde, pues como tantos españoles de aquellos años, fue emigrante en Francia.

Dichos estos prolegómenos, paso a decir que la sentencia condenatoria de Rafael Gómez es, en mi opinión (tengo libertad para opinar como me sale a los cojones, artículo 20.1.a) de la Constitución), una puta mierda, o dicho técnicamente, una sentencia injusta.

Si yo dijera que el juez que la ha dictado (cuyo nombre, ni lo se ni me interesa), la ha dictado a sabiendas de su injusticia o por imprudencia grave o ignorancia inexcusable, le estaría imputando los delitos de los artículos 446 y 447 del Código Penal, lo cual supondría por mi parte incurrir a mi vez en el delito de calumnia del art. 205, dado que no tengo pruebas de que el juez haya actuado así. Nada más lejos de mi pretensión. Dios me libre de meterme en el fuero interno de nadie. Solo me quiero fijar en el hecho externo, opinable, en la sentencia, no en la persona que la ha pronunciado.

En mi opinión esa sentencia es injusta. Todos tenemos derecho a opinar sobre la justicia porque todos tenemos un sentido innato de ella y porque la justicia no es propiedad de nadie, ni siquiera de los jueces. Es de todos. La sentencia es injusta por algo tan simple como es que no se ha tenido en cuenta el dolo ni por el forro. Todo han sido aspectos técnico-tributarios. También porque quien imputó no corrió con la carga de la prueba y porque los supuestos delitos no han sido probados ni demostrados. Todos estos argumentos los podría dar hasta un alumno de primero de derecho o cualquier ciudadano romano del siglo I. No digamos hoy día cuando son de general conocimiento los Derechos Humanos proclamados por las Naciones Unidas en 1947 y recogidos en nuestra Constitución.

Mal está que vivamos en un país en el que prima cada vez más el cotilleo, la sospecha infundada, la murmuración, la calumnia o la envidia. Mal está que la gente ignore cada vez más el artículo 24 de la Constitución y vulnere continuamente la presunción de inocencia. Pero cuando eso se hace desde la Administración de Justicia....entonces es como para echarse a temblar, como para que se nos ponga cara de vivir en Venezuela.

Da igual que se llame "Rafael Gómez Sánchez". La sentencia condenatoria contra él es una desgracia para todos los españoles. Condenar a 5 años de cárcel a un hombre por un supuesto delito que no ha cometido, en unas cuestiones opinables de mero carácter técnico-tributario, que en todo caso podrían tener su ámbito de discusión en un bar (o en unas aulas de la facultad de derecho), o incluso en un tribunal contencioso-administrativo, pero nunca en un tribunal penal, todo esto es una salvajada que además de llevarnos directamente a la época de las cavernas, justifica con creces que el colectivo de los jueces sea el peor valorado en las encuestas sociológicas de este país.

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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.

Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.

 
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