Una legislatura ha durado Josep Guardiola como técnico del mejor Barça de todos los tiempos. Cuatro años donde el estilo de La Masía ha conquistado los corazones del planeta fútbol, adornado con trece títulos (a expensas de lo que suceda en Copa) que han situado al club catalán a la altura de su fama.
Se va cuando uno debe irse. Deja a la bestia intacta, remodelada y con nuevos nombres sonando desde abajo. Se aparta a pesar de que el Barcelona afronte su pretemporada más suave, con sus extracomunitarios de vacaciones y con las ansias de victoria revitalizadas tras los tropiezos de este año.
Pone fin a una era impecable, de película. Caballero dentro y fuera del banquillo, muro ético donde apenas se han podido hacer agujeros. Apasionado de la cantera, capaz de plantarse en una final de Champions con ocho canteranos y ceder a siete de ellos para dirigir el partido definitivo en Sudáfrica. Porque no solo el Barça está en deuda con Pep. En Las Rozas ya pueden hacerle una estatua.
Ha levantado el espíritu culé, ha conseguido que el Camp Nou hierva de orgullo tras una derrota tan dolorosa como la del Chelsea. Impensable hace solo un lustro. Y deja las pautas escritas con tinta indeleble. El que venga sabe qué y cómo se entrena en este equipo. Un regalo majestuoso que debe caer, sí o sí, en las manos acertadas.
Da pena. Porque ya nada será lo mismo. Pero las mejores historias no pueden alargarse infinitamente. El balompié se queda huérfano de un hombre que, tarde o temprano, regresará a Can Barça para cruzar la última frontera que le queda. Ahora toca acabar donde se empezó, en la final de Copa contra el Athletic. Puro romanticismo. Hasta luego Pep. Buena suerte.
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Es un policía corrupto, sólo un eslabón más de todo un aparato del 'Deep State', porque en esta guerra sucia hay más participantes que han colaborado activa o pasivamente