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Atardece en Castilla

Las ovejas dejan en el suelo, detrás de sí, la opinión que les merece tan triste vida
Pedro de Hoyos
sábado, 21 de abril de 2012, 15:30 h (CET)
La jornada ha sido larga y monótona en la planicie yerma. El viento es áspero, el frío, pertinaz. “Qué tendrá el campo que tanto gusta a los de la ciudad, con lo calentito que se tiene que estar en un despacho” piensa el pastor mientras cuenta a ojo de buen cubero sus ovejas. Y qué mala compañía es la soledad, cómo le da tiempo en un largo día deshabitado de futuro para torturarse con lo que pudo ser y no fue, cómo la vaciedad remuerde su cerebro hasta que, incómodo y cansado, sacude de su halda las últimas migas del bocadillo. “En un despacho lleno de gente, mejor”. Tan sólo un profundo trago de cerveza y se incorpora aproximándose al borde del teso para calcular la distancia que le queda. Al fondo está el pueblo dando ya las primeras señales del cotidiano cese de actividad, dentro de poco todo habrá acabado, los tractores habrán desaparecido tras las tapias y la farmacia habrá cerrado. Sólo quedará la luz del mesón que siempre le espera para poder apagar.

Del páramo baja el rebaño tan apelmazado que el lobo podría pensar que acometer él solo a tan descomunal animal sería empresa demasiado arriesgada. Las ovejas llegan al pueblo pidiendo paso con sus esquilas y levantando el polvo del camino antes de cortar la carretera comarcal y entrar en la calle mayor, sus patas parecen un apoyo tan liviano que se podría esperar el derrumbe de una de ellas en cualquier momento. No se sabe si sus balidos son protestas contra la prolongada jornada laboral o contra el cruel destino que les espera en el matadero del pueblo. En todo caso dejan en el suelo, detrás de sí, la opinión que les merece tan triste vida.

El sol es vino tinto que se derrama y se esconde detrás del cerro de las bodegas, cae la tarde en el Cerrato y quizá porque empieza a refrescar las ovejas se apelotonan más, impacientes por llegar, los cuatro niños que en el pueblo quedan las conocen a todas y tentados están de caminar a su lado y preguntar qué tal les ha ido la jornada. El pastor, cigarro americano en la boca, manta vieja al hombro y el ronzal de la mano, da una fuerte palmada en el lomo del burrillo para precipitar su entrada al corral. Una montaña de polvo y moscas se levanta de la piel del animal que acude presuroso a saciar la sed de todo el día.

Pronto la quietud llenará las calles del pueblo, sonarán llaves y pestillos y se cerrarán las cancelas. La nada lo ocupará todo y los viejos soportales montarán guardia para asegurar que el día siguiente llegue sin faltar a su cita. Sólo alguna nota de estridente modernidad escapará furtivamente de un televisor HD ready full size de pantalla súper plana con sonido estereofónico y envolvente para acudir a la vieja fuente del pueblo y llamarla antigua y pasada de moda.

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