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Somos responsables de nuestras vidas

El Estado del bienestar se resiente ante la tecnocracia europea que, lejos de asumir responsabilidades por la crisis que padecemos, se ha acomodado en el poder
José Carlos García Fajardo
miércoles, 30 de noviembre de 2011, 07:56 h (CET)

Estábamos acostumbrados a la “movilidad psíquica”, a pensar que los hijos vivirían mejor que los padres, y ahora esa esperanza se ha quebrado y se abre un periodo de incertidumbre con malos presagios. Los jóvenes más cualificados emigran, el desempleo aumenta, las tramas de corrupción y el exceso de incompetencia provocan desánimo, no faltaba sino esa Unión Europea, que quiso construir la Europa económica sin contar con la Europa social y la política, y eso es imposible. Faltan voces que propongan caminos ilusionantes y viables, dice Adela Cortina, en una espléndida conversación con Juan Cruz.

Recuerda que cuando iba a un colegio religioso, la culpa de todo lo malo la tenía el demonio; cuando estudiaba la carrera, la tenía el sistema; después la tuvieron la globalización, de nuevo el sistema y los mercados sucesivamente. ¿Es que nunca nadie tiene responsabilidades en todo esto?, se pregunta. ¿Es que no hay gentes con nombres y apellidos que toman decisiones desastrosas para la sociedad en el mundo económico y en el político? Por esa costumbre de cargar responsabilidades a otros, a fuerzas oscuras a las que no se puede pedir cuentas.

Es un estado de ánimo que se generaliza, sobre todo, entre los ciudadanos de la Unión Europea al constatar que ya no son los poderes soberanos de jefes de estado o de gobierno, parlamentos, partidos políticos, sindicatos. Ni siquiera la tan desacreditada opinión pública. Se generaliza un estado de indefensión y de desconfianza porque ya no hay referentes por los que guiarse ni las crisis económicas que padecemos, paro hasta límites inimaginables hace unos años, recortes en prestaciones sociales, porque han fallado en la vida pública valores como la transparencia, la responsabilidad, la sana costumbre de rendir cuentas, los mecanismos de control de la economía y la política, la buena administración de los recursos públicos, la preocupación por los peor situados.

Esta es una situación muy peligrosa porque, en circunstancias parecidas, la historia nos demuestra que los pueblos desorientados buscan a salvapatrias que les ofrezcan seguridad, aunque sea a costa de la justicia y de las libertades. 

La economía no puede situarse más allá del bien y el mal moral, porque no solo la componen esos misteriosos “mercados”, sino entidades financieras, empresas nacionales y transnacionales, analistas, auditores, instrumentos políticos de control, un conjunto de organizaciones con nombres y apellidos que han de ganarse la legitimidad social generando bienes.

Y la filósofa de la ética manifiesta su indignación porque recortar en prestaciones a los más débiles es radicalmente injusto, no digamos en educación y en sanidad, que son vitales para las gentes y para las sociedades. Porque los recortes sociales quiebran la cohesión social indispensable para sacar un país adelante. Quien lleve a cabo esos recortes camina hacia el suicidio por falta de justicia y por falta de prudencia.

Mucho hemos hablado del Estado de bienestar social que está siendo el yunque sobre el que golpean los martillazos del neoliberalismo que nos domina. Pero no se trata de un bienestar social sino de la exigencia de la justicia que proclaman las Declaraciones de derechos, las Constituciones y  que se han convertido en derechos políticos con el aplauso general de las sociedades llamadas “desarrolladas”. Pero cuando se ha intentado convertir esas declaraciones en auténticos derechos sociales se han conmocionado los cimientos de ese mundo opaco dominado por “agencias de calificación de riesgos”, por poderes financieros y capitales evadidos a paraísos fiscales desde donde han pretendido controlar a  la ciudadanía valiéndose de los gobernantes elegidos democráticamente que ejercían de meros ejecutores de sus decisiones. Hasta que la implosión del sistema les ha llevado a designar directamente a gobiernos compuestos por tecnócratas y antiguos empleados de esas entidades siniestras que no sólo no han pagado por sus crímenes, sino que han conseguido que los Estados hayan acudido a sus rescates con miles de millones de dólares  procedentes de las contribuciones de los ciudadanos.

A este estado de cosas siempre se le ha llamado perversión. Y ante esta forma de tiranía es legítimo alzarse por todos los medios como se hizo ante la ordenanzas legales del apartheid, de la esclavitud, de los campos de concentración, de la tortura, de los Gulags, de la marginación de la mujer, de los fanatismos ideológicos y de tantos “sistemas” que conculcaron el derecho a la vida, a la libertad y a la justicia  para poder vivir con dignidad.

José Carlos García Fajardo

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