La mente nos hace creer que la realidad es algo fácil de comprender. Gracias a ella podemos abstraernos del infinito magma de sucesos desconectados y reestructurar el caos primigenio en columnas sólidas de comprensión intuitiva. Nos hace creer un caos desordenado y un orden básico, sin pensar en la posibilidad de un caos que contiene infinitas jerarquizaciones posibles (no solamente la nuestra).
Su utilidad convive con las radicalizaciones de su uso. Su exaltación y supremacía ya sea en forma de entendimiento, de imaginación o de razón nos lleva en ocasiones a aferrarnos a principios incuestionados.
Como aquél de la causalidad que llevase a Hume a cuestionar que el sol necesariamente ha de salir mañana. O como aquél otro que supone que si se puede concebir algo, eso mismo ha de existir efectivamente (aunque ya dijo Kant que pensar que mi cuenta corriente contiene una gran cantidad de dinero no me hace necesariamente rico).
Y quizás uno de los más peligrosos principios incuestionados es ése que dice que la necesidad histórica justifica moralmente una actuación. Se puede traducir como “buscar el menor mal posible”.
El caso es que en esas situaciones es preciso que alguien decida cuál es de los dos males, el menor. Alguien, un cuerpo, una mente, un espíritu y acaso todo ello de alguna manera amalgamado en un individuo con intenciones, inclinaciones innatas y adquiridas y quién sabe cuántas más aristas. Un ser humano, a fin de cuentas.
Esa decisión es individual y ese alguien es siempre uno mismo. Es uno mismo quien ha de decidir si el salto merece la pena y cuál es la mejor manera de convencerse a sí mismo para tomar impulso.