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kathleen Parker

La industria del escándalo

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NUEVA YORK - Como defensora veterana de una expresión más cívica en el discurso público y alguien que ha liderado la carga en favor de una retórica menos crispada, ¿puedo bajar respetuosamente el tono?

Oh Dios mío, como nos decimos murmurando discretamente. Dios nos coja confesados si decimos algo ofensivo o ligeramente provocador o, glups, si utilizamos una metáfora que se escape al mentalmente discapacitado.

La chismosa de la boca fruncida antes conocida como la portera se ha convertido en el superyó del vox populi. Podemos correr el riesgo de morirnos de aburrimiento con nuestras mejores intenciones.

En el concurso por la indignación popular de los últimos días, tenemos varios posibles objetivos. Espere, borre eso. Ya no tenemos "objetivos" más. Los rodeamos con corazoncitos y ponemos caras sonrientes en los puntos de la letra i.

Lo más infame, por supuesto, es la histeria que rodea al mapa político de Sarah Palin en el que ella o alguien de su guarida de las Oseznas conservadoras puso miras telescópicas en los distritos legislativos ocupados por Demócratas u otros legisladores titulares no gratos. Una, por desgracia, estaba sobre Tucson, donde fue abatida la Congresista de Arizona Gabrielle Giffords.

Aquel suceso terrible, perpetrado por un homicida ocasional cuya tendencia política no está clara pero cuya inestabilidad mental no se pone en tela de juicio, se ha achacado hasta el momento a Palin. Esta historia es bien conocida de manera que no hay necesidad de recopilar, pero el debate en torno a las palabras y las consecuencias que acarrean no debería de acabar allí.

Palin reaccionó como reacciona siempre que es criticada -- "No voy a quedarme sentada. No me voy a callar", cosa que sabemos literalmente cierta -- pero desde luego tiene razones para rechazar la culpabilidad de un delito cometido por un desconocido que, como hasta el momento sabe todo el mundo, no tiene ninguna afinidad por Palin ni por ningún otro ser humano.

Las instrucciones que dio sin ninguna relación a sus seguidores -- "No retirarse, mejor ¡RECARGAR!" -- causan profunda consternación a la luz de lo sucedido, pero todo el mundo sabe que Palin no estaba invitando a perpetrar actos de violencia. Es el tipo de chavala extrovertida que ha montado el numerito de su singularidad en la naturaleza. Cuando utiliza el lenguaje de la caza y el tiro, no se dirige a los asesinos con eufemismos. No está llamando figurativamente al rockero defensor de la caza Ted Nugent ni al resto de camaradas de la Segunda Enmienda.

¿En serio quiere buscarse un problema de libertad de expresión? Insinúe que alguien le recuerda a Hitler o a un Nazi, como hizo hace poco el Congresista Demócrata Steve Cohen. Cohen trataba de exponer que, en su opinión, los Republicanos han creado medias verdades sobre la reforma sanitaria que a través de la reiteración se han vuelto creíbles. Sin ningún arte, parafraseaba una cita que a menudo se atribuye a Joseph Goebbels: "Si cuentas una mentira lo bastante grande y la sigues repitiendo, con el tiempo la gente termina creyéndola".

Cohen debería de haber recordado el famoso dicho de que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. La pluma es mejor que el garrote si quieres hacer que la gente cambie de opinión en contraste con remodelar sus cráneos.

Por poner mi grano de arena, cualquiera que invoque a Hitler o a los Nazis se descalifica para el debate público por pensamiento confuso y falta de originalidad. Pero el escándalo que inevitablemente se produce tras cualquier expresión que desagrada a cualquiera en estos tiempos se ha vuelto desproporcionado en relación a la ofensa. En parte se trata de una función de nuestra cultura conducida por Twitter y la incesante repetición de cada idea fugaz -- por no hablar del voraz apetito de la bestia de los medios -- pero también se debe en parte a la siniestra ola de vigilancia de la expresión y la sensibilidad a flor de piel que merece nuestra atención.

De vez en cuando una figura pública va a decir o hacer algo lamentable. Estoy más que segura de que nuestros apreciados líderes eran imperfectos y deben de haber dicho algo impreciso, sin la previsión o la intuición adecuadas. Ben Franklin, Thomas Jefferson o Franklin Roosevelt entre otros notables estarán profundamente agradecidos de ahorrarse estos tiempos de híper-escrúpulo.

Evidentemente, los líderes están sujetos a un rasero más estricto y habrían de ser los guardianes de la luz. O en palabras del filósofo galo Bernard-Henri Levy con apasionada precisión hace poco: "¡Somos los guardianes de la palabra!"

Pero los seres humanos no se hicieron para la perfección ni para el constante escrutinio. Necesitamos tiempo a solas en nuestras cavernas para reflexionar e imaginar. También tenemos que ser capaces de expresar nuestras ideas sin miedo a la condena instantánea, tener tiempo para reorganizar y lamentar, y tiempo para decir, oye, que estaba equivocada con eso. Tal vez más que nada, necesitamos espacio para pensar más antes de hablar.

Mientras damos una vuelta a ese concepto, al menos deberíamos reservarnos nuestra indignación para lo verdaderamente escandaloso y nuestro desprecio para lo verdaderamente odioso.

La industria del escándalo

kathleen Parker
Kathleen Parker
lunes, 24 de enero de 2011, 08:10 h (CET)
NUEVA YORK - Como defensora veterana de una expresión más cívica en el discurso público y alguien que ha liderado la carga en favor de una retórica menos crispada, ¿puedo bajar respetuosamente el tono?

Oh Dios mío, como nos decimos murmurando discretamente. Dios nos coja confesados si decimos algo ofensivo o ligeramente provocador o, glups, si utilizamos una metáfora que se escape al mentalmente discapacitado.

La chismosa de la boca fruncida antes conocida como la portera se ha convertido en el superyó del vox populi. Podemos correr el riesgo de morirnos de aburrimiento con nuestras mejores intenciones.

En el concurso por la indignación popular de los últimos días, tenemos varios posibles objetivos. Espere, borre eso. Ya no tenemos "objetivos" más. Los rodeamos con corazoncitos y ponemos caras sonrientes en los puntos de la letra i.

Lo más infame, por supuesto, es la histeria que rodea al mapa político de Sarah Palin en el que ella o alguien de su guarida de las Oseznas conservadoras puso miras telescópicas en los distritos legislativos ocupados por Demócratas u otros legisladores titulares no gratos. Una, por desgracia, estaba sobre Tucson, donde fue abatida la Congresista de Arizona Gabrielle Giffords.

Aquel suceso terrible, perpetrado por un homicida ocasional cuya tendencia política no está clara pero cuya inestabilidad mental no se pone en tela de juicio, se ha achacado hasta el momento a Palin. Esta historia es bien conocida de manera que no hay necesidad de recopilar, pero el debate en torno a las palabras y las consecuencias que acarrean no debería de acabar allí.

Palin reaccionó como reacciona siempre que es criticada -- "No voy a quedarme sentada. No me voy a callar", cosa que sabemos literalmente cierta -- pero desde luego tiene razones para rechazar la culpabilidad de un delito cometido por un desconocido que, como hasta el momento sabe todo el mundo, no tiene ninguna afinidad por Palin ni por ningún otro ser humano.

Las instrucciones que dio sin ninguna relación a sus seguidores -- "No retirarse, mejor ¡RECARGAR!" -- causan profunda consternación a la luz de lo sucedido, pero todo el mundo sabe que Palin no estaba invitando a perpetrar actos de violencia. Es el tipo de chavala extrovertida que ha montado el numerito de su singularidad en la naturaleza. Cuando utiliza el lenguaje de la caza y el tiro, no se dirige a los asesinos con eufemismos. No está llamando figurativamente al rockero defensor de la caza Ted Nugent ni al resto de camaradas de la Segunda Enmienda.

¿En serio quiere buscarse un problema de libertad de expresión? Insinúe que alguien le recuerda a Hitler o a un Nazi, como hizo hace poco el Congresista Demócrata Steve Cohen. Cohen trataba de exponer que, en su opinión, los Republicanos han creado medias verdades sobre la reforma sanitaria que a través de la reiteración se han vuelto creíbles. Sin ningún arte, parafraseaba una cita que a menudo se atribuye a Joseph Goebbels: "Si cuentas una mentira lo bastante grande y la sigues repitiendo, con el tiempo la gente termina creyéndola".

Cohen debería de haber recordado el famoso dicho de que antes se coge a un mentiroso que a un cojo. La pluma es mejor que el garrote si quieres hacer que la gente cambie de opinión en contraste con remodelar sus cráneos.

Por poner mi grano de arena, cualquiera que invoque a Hitler o a los Nazis se descalifica para el debate público por pensamiento confuso y falta de originalidad. Pero el escándalo que inevitablemente se produce tras cualquier expresión que desagrada a cualquiera en estos tiempos se ha vuelto desproporcionado en relación a la ofensa. En parte se trata de una función de nuestra cultura conducida por Twitter y la incesante repetición de cada idea fugaz -- por no hablar del voraz apetito de la bestia de los medios -- pero también se debe en parte a la siniestra ola de vigilancia de la expresión y la sensibilidad a flor de piel que merece nuestra atención.

De vez en cuando una figura pública va a decir o hacer algo lamentable. Estoy más que segura de que nuestros apreciados líderes eran imperfectos y deben de haber dicho algo impreciso, sin la previsión o la intuición adecuadas. Ben Franklin, Thomas Jefferson o Franklin Roosevelt entre otros notables estarán profundamente agradecidos de ahorrarse estos tiempos de híper-escrúpulo.

Evidentemente, los líderes están sujetos a un rasero más estricto y habrían de ser los guardianes de la luz. O en palabras del filósofo galo Bernard-Henri Levy con apasionada precisión hace poco: "¡Somos los guardianes de la palabra!"

Pero los seres humanos no se hicieron para la perfección ni para el constante escrutinio. Necesitamos tiempo a solas en nuestras cavernas para reflexionar e imaginar. También tenemos que ser capaces de expresar nuestras ideas sin miedo a la condena instantánea, tener tiempo para reorganizar y lamentar, y tiempo para decir, oye, que estaba equivocada con eso. Tal vez más que nada, necesitamos espacio para pensar más antes de hablar.

Mientras damos una vuelta a ese concepto, al menos deberíamos reservarnos nuestra indignación para lo verdaderamente escandaloso y nuestro desprecio para lo verdaderamente odioso.

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