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Ana Rodríguez

¿Clases de catalán encubiertas?

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Larga es la picabaralla, por usar un término acorde con el asunto, entre las majors y la Generalitat de Cataluña. Si la Generalitat legisla para conseguir que el 50% de las copias distribuidas por las majors estén dobladas al catalán, éstas responden que sólo entienden de economía, y que no les sale rentable respetar las particularidades idiomáticas del estado español. Es más, están dispuestas a obstaculizar la llegada de títulos a Festivales de cine catalanes, como ya ha sucedido en el último Festival de Sitges, o a desplazar parte del negocio del doblaje a tierras mesetarias, donde no se andan por las ramas de las lenguas, cuando no, a pasarse por el forro del celuloide el tema del doblaje y estrenar lo último en blockbusters en Versión Original, pero sin subtítulos.

No hay demanda de cine en catalán, alegan, no van a crear una oferta para algo que el público no pide, aunque la realidad es que resulta un poco difícil saber si realmente no existe demanda para un cine doblado en catalán, puesto que los estrenos doblados a este idioma son tan anecdóticos que la afluencia de público a los mismos apenas debe poder constituir una verdadera estadística. En cualquier caso, la idea –real o no- de que el público catalán no está interesado en el doblaje en catalán me lleva a preguntarme un poco más en serio una vieja sospecha: ¿y si el problema era la sopa y no cuántos cuencos de cada color había? Es decir: ¿y si el asunto a debate es la calidad de ese doblaje y no las estrategias y picabaralles –peleas, por cierto, en su traducción al castellano- entre Generalitat y majors?

El doblaje en catalán siempre me ha sonado lletraferit, por seguir usando términos del idioma del que hablamos. Lletraferit no tiene traducción directa al castellano, literalmente es letraherido, y significa afectado, de diccionario. En las películas dobladas al catalán, a veces uno tiene la sensación de estar oyendo un catalán excesivamente perfecto, hasta el punto de que, en ocasiones, el doblaje se erige en voz infiel a las voces de los personajes, a su manera lógica de hablar según su procedencia, su clase social y cultural.

No se trata de empezar a dar patadas al diccionario. El doblaje en castellano es también de un castellano correcto, pero mi sospecha es que bajo el doblaje en catalán se esconden clases de catalán encubiertas para los propios catalanes, parte de esa política de defensa idiomática que nos recuerda, y todas las ocasiones son buenas -también la sala de cine-, que le damos mil patadas a la lengua todos los días y que hablar bien no cuesta nada.

Pero el cine, para infortunio de algunos, es un territorio de emociones que a veces no entiende muy bien de algunos de estos asuntos, o por lo menos, el público que acude a verlo no está por depuraciones lingüísticas. Más, si ese mismo público ha crecido y sentido el cine en castellano y todo su imaginario fílmico tiene como sustrato el castellano –salvedades de los acérrimos de la versión original-.

Animales de costumbres, como el resto, no les (nos) resulta quizás tan sencillo cambiar de voces, cambiar de sonoridad cinematográfica y de estilo de doblaje. Un doblaje que ganaría muchos puntos si dejara un poco de lado la hipercorrección y no tuviera miedo a la contaminación de la lengua, a que ésta se ensucie y se revuelque por el lodo de la realidad, asumiendo, incluso, la inevitable influencia del castellano.

Todo ello por un propósito más que legítimo, y es que cada público tenga la posibilidad de oír y sentir el cine en su propia lengua.

¿Clases de catalán encubiertas?

Ana Rodríguez
Ana Rodríguez
viernes, 29 de octubre de 2010, 09:41 h (CET)
Larga es la picabaralla, por usar un término acorde con el asunto, entre las majors y la Generalitat de Cataluña. Si la Generalitat legisla para conseguir que el 50% de las copias distribuidas por las majors estén dobladas al catalán, éstas responden que sólo entienden de economía, y que no les sale rentable respetar las particularidades idiomáticas del estado español. Es más, están dispuestas a obstaculizar la llegada de títulos a Festivales de cine catalanes, como ya ha sucedido en el último Festival de Sitges, o a desplazar parte del negocio del doblaje a tierras mesetarias, donde no se andan por las ramas de las lenguas, cuando no, a pasarse por el forro del celuloide el tema del doblaje y estrenar lo último en blockbusters en Versión Original, pero sin subtítulos.

No hay demanda de cine en catalán, alegan, no van a crear una oferta para algo que el público no pide, aunque la realidad es que resulta un poco difícil saber si realmente no existe demanda para un cine doblado en catalán, puesto que los estrenos doblados a este idioma son tan anecdóticos que la afluencia de público a los mismos apenas debe poder constituir una verdadera estadística. En cualquier caso, la idea –real o no- de que el público catalán no está interesado en el doblaje en catalán me lleva a preguntarme un poco más en serio una vieja sospecha: ¿y si el problema era la sopa y no cuántos cuencos de cada color había? Es decir: ¿y si el asunto a debate es la calidad de ese doblaje y no las estrategias y picabaralles –peleas, por cierto, en su traducción al castellano- entre Generalitat y majors?

El doblaje en catalán siempre me ha sonado lletraferit, por seguir usando términos del idioma del que hablamos. Lletraferit no tiene traducción directa al castellano, literalmente es letraherido, y significa afectado, de diccionario. En las películas dobladas al catalán, a veces uno tiene la sensación de estar oyendo un catalán excesivamente perfecto, hasta el punto de que, en ocasiones, el doblaje se erige en voz infiel a las voces de los personajes, a su manera lógica de hablar según su procedencia, su clase social y cultural.

No se trata de empezar a dar patadas al diccionario. El doblaje en castellano es también de un castellano correcto, pero mi sospecha es que bajo el doblaje en catalán se esconden clases de catalán encubiertas para los propios catalanes, parte de esa política de defensa idiomática que nos recuerda, y todas las ocasiones son buenas -también la sala de cine-, que le damos mil patadas a la lengua todos los días y que hablar bien no cuesta nada.

Pero el cine, para infortunio de algunos, es un territorio de emociones que a veces no entiende muy bien de algunos de estos asuntos, o por lo menos, el público que acude a verlo no está por depuraciones lingüísticas. Más, si ese mismo público ha crecido y sentido el cine en castellano y todo su imaginario fílmico tiene como sustrato el castellano –salvedades de los acérrimos de la versión original-.

Animales de costumbres, como el resto, no les (nos) resulta quizás tan sencillo cambiar de voces, cambiar de sonoridad cinematográfica y de estilo de doblaje. Un doblaje que ganaría muchos puntos si dejara un poco de lado la hipercorrección y no tuviera miedo a la contaminación de la lengua, a que ésta se ensucie y se revuelque por el lodo de la realidad, asumiendo, incluso, la inevitable influencia del castellano.

Todo ello por un propósito más que legítimo, y es que cada público tenga la posibilidad de oír y sentir el cine en su propia lengua.

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