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Que el hombre sea obra de Dios, es probable, que Dios es obra del hombre es seguro

¡Dios mío!

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Era miércoles, caminaba hacia el autobús, tropecé con una piedra, no me caí, ni di un traspiés, sólo tropecé y dije para mi: ¡Dios mío!

No temí caer, no temí nada, sólo que dije: ¡Dios mío! Y me sentí mejor.

Me sentí mejor recordando otras muchas veces que en mi vida he dicho ¡Dios mío!, sin que hubiera grandes peligros.

Bueno hubo algunas ocasiones que sí que los sentí.

Recuerdo hace muchos años destinado en la Provincia del Sahara y al frente de un destacamento para control de la frontera, pozos, flora, fauna y población, me llegó una noticia que decía: “Se ha recibido información de que elementos incontrolados han minado varios puntos de paso obligado próximos a la frontera”.

Pocos días después, encabezando un convoy de aprovisionamiento para un grupo establecido en esa zona, llegamos a un “punto de paso obligado”, que podía ser uno de los que se nombraban…

Había que pasarlo…. Además no había otro (porque era “punto de paso obligado”). Pasarlo en el primer coche del convoy pese a la información recibida. Pasarlo decididamente, sin dudar, sin titubear. Como si no ocurriera nada, ni se temiera nada.

Y así lo pasé. Aunque en mi intimidad, con el estómago un poco encogido, dijera in mente ¡Dios mío!

Aunque en varias ocasiones y lugares hubo momentos semejantes en los que estuvo justificado ese ¡Dios mío!, nunca ocurrió nada.

Probablemente la información recibida era falsa, para entorpecer; pero era la que había recibido.

Además, si hubiera sido cierta habría dicho lo mismo.

No voy a entrar en discusión sobre la existencia de Dios. No es el tema. Que el hombre sea obra de Dios, es probable, que Dios es obra del hombre es seguro.

De todos modos a lo largo de mi vida ha habido muchos ¡Dios mío! sencillos, quizás no tan triviales como el primero, pero más que los por peligros importantes.

Hablando con amigos he encontrado planteamientos semejantes. Ese sentirse descansado, acogido, más tranquilo, más seguro, tras un ¡Dios mío!

Así mismo habiendo sido padre de cinco maravillosos hijos, los ¡Dios mío! por enfermedades, caídas, acciones, estudios, etc… Y… muchos más etcéteras, han sido corrientes.

En cierta ocasión, no hace muchos años, alguien me preguntó si había pasado miedo en mi vida, contesté: “Si, en especial desde que nacieron mis hijos”. Creo que esta afirmación es común a muchísimos padres. Seguramente los ¡Dios mío! que nos surgen como padres son aún más ¡Dios mío! que todos los otros.

Quizás necesitamos, nos nace ese ¡Dios mío! porque de lo que sí estamos seguros es que, de forma más o menos clara, nos sentimos débiles. Somos conscientes de ello, todos, y tranquiliza poder decir ¡Dios mío!

Se cuenta una anécdota relativa a André Maurois, el escritor francés. Parece que alguien, que quizás había leído su novela “El pesador de Almas”, le preguntó si consideraba que se debía de creer “en la vida del más allá”.

El novelista le respondió:

“Miré yo creo que lo mejor es creer que sí y vivir como si fuera cierto que hay vida del más allá, porque si la hay habrá acertado usted y, si no la hay, no se va a enterar”.

¡Dios mío!

Que el hombre sea obra de Dios, es probable, que Dios es obra del hombre es seguro
Jaime Fúster Pérez
domingo, 19 de febrero de 2017, 13:35 h (CET)
Era miércoles, caminaba hacia el autobús, tropecé con una piedra, no me caí, ni di un traspiés, sólo tropecé y dije para mi: ¡Dios mío!

No temí caer, no temí nada, sólo que dije: ¡Dios mío! Y me sentí mejor.

Me sentí mejor recordando otras muchas veces que en mi vida he dicho ¡Dios mío!, sin que hubiera grandes peligros.

Bueno hubo algunas ocasiones que sí que los sentí.

Recuerdo hace muchos años destinado en la Provincia del Sahara y al frente de un destacamento para control de la frontera, pozos, flora, fauna y población, me llegó una noticia que decía: “Se ha recibido información de que elementos incontrolados han minado varios puntos de paso obligado próximos a la frontera”.

Pocos días después, encabezando un convoy de aprovisionamiento para un grupo establecido en esa zona, llegamos a un “punto de paso obligado”, que podía ser uno de los que se nombraban…

Había que pasarlo…. Además no había otro (porque era “punto de paso obligado”). Pasarlo en el primer coche del convoy pese a la información recibida. Pasarlo decididamente, sin dudar, sin titubear. Como si no ocurriera nada, ni se temiera nada.

Y así lo pasé. Aunque en mi intimidad, con el estómago un poco encogido, dijera in mente ¡Dios mío!

Aunque en varias ocasiones y lugares hubo momentos semejantes en los que estuvo justificado ese ¡Dios mío!, nunca ocurrió nada.

Probablemente la información recibida era falsa, para entorpecer; pero era la que había recibido.

Además, si hubiera sido cierta habría dicho lo mismo.

No voy a entrar en discusión sobre la existencia de Dios. No es el tema. Que el hombre sea obra de Dios, es probable, que Dios es obra del hombre es seguro.

De todos modos a lo largo de mi vida ha habido muchos ¡Dios mío! sencillos, quizás no tan triviales como el primero, pero más que los por peligros importantes.

Hablando con amigos he encontrado planteamientos semejantes. Ese sentirse descansado, acogido, más tranquilo, más seguro, tras un ¡Dios mío!

Así mismo habiendo sido padre de cinco maravillosos hijos, los ¡Dios mío! por enfermedades, caídas, acciones, estudios, etc… Y… muchos más etcéteras, han sido corrientes.

En cierta ocasión, no hace muchos años, alguien me preguntó si había pasado miedo en mi vida, contesté: “Si, en especial desde que nacieron mis hijos”. Creo que esta afirmación es común a muchísimos padres. Seguramente los ¡Dios mío! que nos surgen como padres son aún más ¡Dios mío! que todos los otros.

Quizás necesitamos, nos nace ese ¡Dios mío! porque de lo que sí estamos seguros es que, de forma más o menos clara, nos sentimos débiles. Somos conscientes de ello, todos, y tranquiliza poder decir ¡Dios mío!

Se cuenta una anécdota relativa a André Maurois, el escritor francés. Parece que alguien, que quizás había leído su novela “El pesador de Almas”, le preguntó si consideraba que se debía de creer “en la vida del más allá”.

El novelista le respondió:

“Miré yo creo que lo mejor es creer que sí y vivir como si fuera cierto que hay vida del más allá, porque si la hay habrá acertado usted y, si no la hay, no se va a enterar”.

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