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Dorian Gray: la maldición de nuestro siglo

Isabel del Río
Redacción
lunes, 5 de julio de 2010, 08:01 h (CET)
Que el siglo XX comienza en 1914, cuando la Gran Guerra desoló Europa junto a su cultura y ética, es una afirmación compartida por la mayoría de la historiografía contemporánea; y que el siglo XX todavía no ha concluido, es una constatación que cualquier persona leída posee: salvo la difusión de algún nuevo artilugio electrónico o informático nada ha cambiado desde los años veinte o treinta pasados en que, por cierto, también vivían sumergidos en crisis económicas y gravísimas radicalizaciones políticas.

Somos aún parte del siglo XX, un siglo triste de muertes físicas y psicológicas, donde el hombre camina solo, sin creencias en que ampararse ni pasiones con que alimentarse, y donde el triunfo del Racionalismo y la Ilustración, que se gestó en el siglo precedente, ha conseguido demediarnos y crear una caricatura de ser, ajeno a sentimientos y pasiones, ajeno a su otra mitad artística y piadosa, misteriosa y heroica, que la razón no puede explicar y que, por tanto, se deshecha con la estulticia de los que sólo adoran a Pluto y se aferran a su culto para encontrar la seguridad del que cree que con metal podrá comprarlo todo en esta vida, incluso su inmortalidad.

Dietas y gimnasios, vitaminas y estéticas, siliconas y comportamientos adolescentes en personas adultas, forman parte de la obsesión del que cree que por no engordar vivirá eternamente, y del que añora borrar las arrugas de su cara a golpe de talonario pretendiendo que ese mismo talonario detendrá el fatal transcurrir de su limitado tiempo.

No es de extrañar así el último éxito de Dorian Gray, el mito eterno del narcisista que no quiere envejecer y que ya trató con maestría el poeta Ovidio, aunque su conformación moderna se la debamos a Oscar Wilde, dentro de una novela (“The Picture of Dorian Gray”, 1890) que la crítica define como una de las últimas obras decimonónicas de terror gótico y de temática faustiana, temática que retomará Thomas Mann después, precisamente, de la endiablada y materialista Segunda Guerra Mundial.

No es el pacto con el mal lo que más repugna de Dorian Gray sino su motivación, una motivación superficial e infantil de aquél que quiere ser siempre bello (“gente guapa” recalcamos con entusiasmo hoy en día). El Fausto que se corrompe en la obra de Goethe lo hace por el conocimiento de lo prohibido, el de Thomas Mann ansía gloria, pero el vanidoso que crea y recrea Oscar Wilde, siempre ante su espejo (metafóricamente representado en un cuadro), lo hace para no asumir las consecuencias de las responsabilidades que socavan la frente del que lucha y trabaja, del que no puede aparentar ser ya un niño cuando decide defender a la generación posterior. Dorian Gray es un auténtico idiota que se cree un dios, y son sus propios “poderes” los que provocan el maleficio, porque pacto con Satanás en la novela de Wilde no existe propiamente y es la voluntad del protagonista la que obra el prodigio de detener las consecuencias del paso del tiempo en su apariencia física y trasladarlas a su oleosa alma: un cuadro.

Pero también repugnan los que le rodean: Lord Henry, el pintor Basil Hallward, la despreciada Sibyl Vane (nótese el juego con el apellido) e incluso su hermano, incapaz de cumplir con la venganza prometida al ser, como todos los otros, seducido por la “incorrupta” apariencia del bello y malvado Dorian… Un mundo de apariencias en una novela de estilo preciosista para reforzar esta triste moral: la nuestra, también “vane”.

No, no creo que “El Retrato de Dorian Gray” sea la última novela decimonónica de tema gótico, creo que es el primer antecedente de lo que el siglo XX habría de traer. Después, en 1914, catorce millones de muertos que a nadie “importante” importaron sellarían nuestro tiempo, al son de faldas cortas y charlestón, de engaños y explicaciones racionales, de fashion y de prédicas que nos prometen la eterna juventud.

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Isabel del Río es autora de la novela “Ariza” (editorial Alcalá, 2008) y del ensayo “Las Chicas del Oleo, pintoras y escultoras anteriores a 1789” (editorial Akrón, 2010). Dirige la revista cultural bilingüe (español-inglés) Yareah magazine.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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