En lo más profundo de cada ser humano habita una chispa, una raíz silenciosa que nos conecta con lo eterno. Podemos llamarla espíritu, conciencia, energía, alma… el nombre no importa tanto como la experiencia de reconocer que hay algo en nosotros que va más allá de la rutina diaria, más allá de lo que pensamos o hacemos.
Algunos maestros han hablado de tres formas de conocer la realidad, tres “ojos”:
- El ojo del cuerpo, que percibe lo tangible: el sabor del café por la mañana, el calor del sol en la piel, el abrazo de alguien querido.
- El ojo de la mente, que busca comprender, ordenar, razonar: cuando tratamos de resolver un problema, tomar una decisión, o incluso interpretar por qué nos sentimos como nos sentimos.
- El ojo de la contemplación, que no necesita pruebas ni explicaciones, porque va más allá: es esa sensación de plenitud que nos invade al mirar el mar, al escuchar en silencio el canto de un pájaro, al quedarnos quietos unos minutos en medio del bullicio y sentir que hay algo más profundo que lo sostiene todo.
Es en este tercer ojo donde ocurre algo transformador. No se trata de un esfuerzo intelectual ni de una técnica complicada: sucede cuando escuchamos al silencio interior. Entonces intuimos que lo divino —lo eterno, lo sagrado, la Vida con mayúscula— está en nosotros y a nuestro alrededor.
Esta conexión no nos saca del mundo, sino que nos devuelve a él con otra mirada. Después de un instante de silencio verdadero, el mismo árbol que antes pasaba desapercibido para nosotros parece estar más vivo; una conversación sencilla con un amigo tiene más impacto; incluso las dificultades se perciben con un matiz distinto, como si en el fondo todo tuviera un aprendizaje.
Quizá ya lo has sentido alguna vez sin ponerle nombre. Ese momento en el que de pronto el tiempo parece detenerse y todo cobra sentido, aunque no sepas explicarlo. Ese instante en el que respiras hondo y experimentas una calma que no viene de fuera, sino de dentro. Ese es el lugar al que nos invita el ojo de la contemplación.
Lo hermoso es que no necesitamos grandes rituales para llegar ahí. No hace falta retirarse a un monasterio ni cambiar de vida por completo. Basta con unos segundos de atención: cerrar los ojos en medio de un día agitado, sentir el aire que entra y sale, o simplemente dejar que la mirada descanse en el cielo.
En lo pequeño y en lo cotidiano, encontramos la puerta hacia lo eterno.
El cuerpo y la mente son imprescindibles, claro: necesitamos sentir, comprender, razonar. Pero cuando añadimos la contemplación, todo se integra. El cuerpo disfruta, la mente ilumina y el corazón se abre.
Podemos empezar con algo muy simple: respirar conscientemente unas veces al día, repetir una palabra o una frase que nos serene, dar un paseo en silencio que nos devuelva a nosotros mismos. Poco a poco, en esos instantes, aparece un silencio que no es vacío, un silencio que habla.
Y allí, escuchamos que somos más de lo que aparentamos. Recordamos que llevamos dentro algo eterno. Y aunque los caminos sean diferentes para cada uno, al final todos buscamos lo mismo: regresar a ese centro silencioso donde recordamos quiénes somos de verdad. Porque allí, en lo más íntimo de cada uno de nosotros, tenemos la certeza de que no estamos separados sino que formamos parte de algo mucho más grande.
Tal vez, en medio de la vida cotidiana, tú también sientas ese anhelo: la necesidad de algo más, de una calma que no depende de lo que logras ni de lo que te falta. Ese anhelo no es un vacío, es la huella de lo eterno en ti.
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