Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha sentido dentro de sí un anhelo infinito. Como si lleváramos una chispa divina, buscamos lo absoluto, lo eterno, lo perfecto. La Biblia lo expresa en aquella frase originaria: “Seréis como dioses”. Allí se encierra el primer objetivo de la autonomía humana: alcanzar una plenitud que sentimos como posible, aunque no sepamos bien cómo.
Sin embargo, esta aspiración puede tomar dos caminos muy distintos.
El endiosamiento ilusorio
A lo largo de la historia, muchos han tratado de conquistar la divinidad por sus propios medios. La gnosis antigua proponía un ascenso a través de la razón y el conocimiento secreto, como si la mente humana pudiera abrir por sí sola las puertas del cielo. En nuestros días, ese mismo impulso se reviste de nuevos nombres: movimientos esotéricos, iluminismos contemporáneos o búsquedas de “niveles superiores de conciencia” que, en el fondo, fabrican una divinidad a la medida de cada uno.
Es un endiosamiento inventado, una divinización que nace del ego y termina en la ilusión. Quien busca dominar lo divino para poseerlo acaba creando ídolos, imágenes falsas de la plenitud, espejismos que no sacian el corazón.
El endiosamiento verdadero
Existe, sin embargo, otra vía. No se trata de fabricar un dios a nuestro gusto, sino de reconocer que participamos de algo mucho más grande que nosotros. Es un endiosamiento humilde, que pasa por la aceptación de una presencia divina que nos habita y nos desborda.
Jesús mismo lo dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta montaña: muévete, y se movería”. Los sencillos de corazón, los siervos del Reino, los que se dejan guiar, son los que hacen los verdaderos milagros. Y el milagro mayor no es otro que reconocer esa presencia silenciosa que nos orienta hacia el bien y confiar en que lo mejor está siempre por llegar.
Entre la soberbia y la aceptación
La diferencia entre ambos caminos es sutil pero decisiva. El primero nace de la soberbia, de querer apropiarse de la divinidad para elevarse por encima de todo. El segundo, en cambio, nace de la aceptación: entrar en uno mismo, trascender el ego, y descubrir allí la verdad que nos sostiene. El auténtico endiosamiento no consiste en querer ser como dioses, sino en dejarnos transformar por Dios. Y esa transformación no se conquista, se recibe.
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