Vivimos un tiempo en el que la inteligencia artificial (IA) avanza a un ritmo vertiginoso. Cada nueva versión sorprende por su capacidad de procesar datos, imitar el lenguaje e incluso acercarse a formas de expresión que parecían, hasta hace poco, exclusivamente humanas. Sin embargo, la cuestión de fondo no es tanto preguntarnos hasta dónde llegará la IA, sino dónde quedamos nosotros como seres humanos.
Porque si algo demuestra esta revolución tecnológica es que lo propio del ser humano no es únicamente el razonamiento. Eso, cada vez más, puede hacerlo una máquina. Lo que nos define, lo que nos distingue radicalmente, pertenece a lo que llamamos “alma”, ese núcleo íntimo e irrepetible de nuestro ser, que se manifiesta, al menos, en tres dimensiones fundamentales.
La primera es la capacidad sublime de inteligencia contemplativa. No hablamos aquí del cálculo ni de la lógica formal, sino de esa intuición profunda, de la contemplación amorosa que nos permite reconocer la belleza, el misterio y la verdad más allá de cifras y algoritmos.
La segunda es el amor, entendido no solo como sentimiento, sino como la capacidad de abrirnos al otro, de dejar que su presencia nos transforme y complete. La vida humana no es autosuficiente: necesita de ese feedback vital que nos dan los demás, de esa relación que nos humaniza. Ninguna IA puede experimentar lo que significa amar y sentirse amado.
La tercera es la libertad, que no consiste en escoger entre opciones preprogramadas, sino en proyectar nuestra vida desde la autoconciencia de quiénes somos. Es la posibilidad de crear proyectos, de soñar futuros, de actuar con responsabilidad y sentido.
Así pues, la IA es una herramienta valiosa, y sin duda seguirá evolucionando. Pero la verdadera pregunta que nos interpela no es qué hará la máquina, sino qué hacemos nosotros con lo que somos. Porque, al final, lo humano no se mide por su capacidad de cálculo, sino por su inteligencia contemplativa, por el amor que da y recibe, y por la libertad con la que construye su camino.
|