En la vorágine de estos tiempos, parece estar pasando desapercibido un cierto regreso a la sociedad estamental. La historiografía la identifica, en su avatar pretérito, como uno de los tres elementos constitutivos del denominado Antiguo Régimen, al que se define como el sistema político, económico y social propio de la Europa de la Edad Moderna, culminado en el siglo XVIII y barrido en Francia por la Revolución. Fueron sus otros dos fundamentos el absolutismo y la economía señorial. Los manuales historiográficos lo definen con precisión y detalle.
Aquella sociedad estamental se caracterizaba por la desigualdad “”de iure”, es decir, por el reconocimiento legal y explícito del privilegio, del que gozaban, bajo el amparo del marco normativo de entonces, los dos estamentos denominados privilegiados (clero y nobleza), frente al pueblo llano o Tercer Estado, constituido por el resto de la población, integrada por súbditos y no por ciudadanos. El grupo o estamento estaba por encima del individuo concreto y la movilidad social, si no inexistente, resultaba bastante escasa.
Ese estado de cosas fue uno de los aspectos criticados por el racionalismo de la Ilustración, del que fue derivando el cuerpo ideológico que acabó por dar lugar al liberalismo. Nutrió este la ideología de las llamadas revoluciones burguesas con el objetivo de acabar con el Antiguo Régimen y establecer una sociedad de clases basada en la igualdad ante la ley en el contexto de la industrialización. Esa igualdad ante la ley se refería a los individuos, considerados átomos de la sociedad libre y, en consonancia con ello, concernía asimismo a los territorios, implicando ello una concepción centralista del Estado. Supuso esa idea la ruptura con la concepción patrimonial propia de las monarquías del Antiguo Régimen. En España, fue paradigma de ello la división provincial de 1833, aún en vigor con alguna modificación leve, obra del ministro Javier de Burgos, encargado de Fomento en el último gobierno de Fernando VII, heredado por la regente María Cristina. Esa división provincial suponía una organización territorial homogénea y centrípeta, sin privilegios para ningún territorio; en ese mismo contexto, las guerras carlistas fueron, en gran parte, una lucha entre los partidarios del jacobino Estado liberal y los partidarios de los derechos de los territorios (fueros), suprimidos en 1876 tras la última de las guerras, si bien regresaron por la puerta, tras salir por la ventana, apenas dos años más tarde, en forma de “concierto económico”.
Así pues, el liberalismo, origen y sustento de nuestras democracias parlamentarias (las únicas realmente existentes), puso los derechos individuales como base del sistema, en un tejido sociopolítico marcado por la denominada, siguiendo a Isaiah Berlin(1), “libertad negativa”, o también “libertad de”. Frente a la “libertad positiva”, asimilable en gran parte con la “libertad para”, la nombrada como negativa se refiere a la ausencia de coacciones y, por tanto, a lo que podríamos designar como libertad política, imposible sin individuos libres.
Ya en el siglo XX, se produjo la irrupción de la idea de “colectivo” como sujeto de derechos, en estrecha relación con los denominados de “tercera generación”. No se trata de una simple opción semántica, como sucedería si los pensásemos como suma de los derechos individuales de los miembros del grupo al que se atribuyan, porque la tendencia se encamina a concebir al colectivo como algo más que la suma de sus partes. En relación con ello, ha ido emanando la idea de la discriminación positiva que nos lleva de nuevo, en un bucle histórico, a la casilla de salida de la desigualdad jurídica, pues la discriminación, adjetivos aparte, es eso, discriminación. Como la práctica y la legislación en torno a ello van creciendo con rapidez, es posible que estemos regresando a una variante de sociedad estamental, en la que los derechos, sino privilegios, de los colectivos anegan a los del individuo en una suerte de avance de un nuevo corporativismo o de algo que se le asemeja, aunque no tenga aún denominación precisa. Los ejemplos están por todas partes. Se añade, en el caso de España, el asunto de los derechos territoriales (nacionalismo lo llaman), herederos en gran parte del viejo carlismo. En ello estamos, no tan lejos del Antiguo Régimen como creemos si pensamos el asunto con cierta distancia.
(1) Berlín, I (1958) Dos conceptos de libertad. Alianza Editorial, 2014.
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