A modo de recordatorio, la ortografía nació como un intento de sistematizar la escritura en una época en que solo los clérigos —quienes contaban con la “autorización divina” para leer y escribir— tenían acceso a este conocimiento, más que el pueblo. El castellano estaba en proceso de formación y, con él, también su escritura. No fue sino hasta la fundación de la Real Academia Española (RAE) que se establecieron las reglas para regular la forma de escribir en castellano.
Conforme el español fue evolucionando, también lo hicieron la fonética, el léxico y la caligrafía. Estos cambios fueron consecuencia directa de la misma evolución. La RAE fijó la escritura de muchas palabras, sustituyendo grafías antiguas por formas más sencillas: facer → hacer, philosophia → filosofía, capitia → cabeza, caxa → caja, platsa → plaza, entre otras.
Vale la pena plantearse la siguiente interrogante, que retomaremos más adelante: ¿Las adaptaciones en la fonética facilitan el aprendizaje o empobrecen la tradición escrita? Ejemplo reciente de estas adaptaciones son las disposiciones de la RAE que suprimen la tilde en ciertos monosílabos (salvo excepciones) y eliminan la tilde en la palabra solo, entre otros cambios.
No es lo mismo la norma que el uso cotidiano. Hay palabras cuyas letras no se pronuncian, pero que se escriben así por tradición. Por ejemplo, psicología proviene del griego y en esa lengua se escribía con ps, sonido considerado culto. Actualmente, la RAE acepta ambas formas: psicología y sicología, dado que la p es muda. Lo mismo ocurre con la h, que en sus orígenes ayudaba a diferenciar sonidos vocálicos de consonánticos, o con la evolución de la f inicial latina en palabras como farina → harina o filhio → hijo.
El lenguaje es tan variado que no podemos centrarnos únicamente en la escritura. La forma en que nos expresamos influye de manera directa en cómo escribimos. No todos hablamos igual: cada país tiene su propio léxico y cada región, su manera particular de hablar. No es lo mismo el español de un mexicano que el de un peruano, ni el de un limeño que el de alguien de la sierra o la selva. Además, en muchas zonas del interior de los países, el español es segunda lengua, lo que influye tanto en la pronunciación como en la escritura.
En la actualidad, con el auge de las redes sociales y el uso masivo de la inteligencia artificial, la escritura enfrenta nuevos retos. A ello se suma el debate sobre el llamado “lenguaje inclusivo”, cuya idea empezó a circular hace varias décadas.
Hoy, la lengua —como medio de comunicación oral y escrita— sigue evolucionando gracias a sus hablantes. Desde hace años, algunos sectores han propuesto “crear” una lengua más inclusiva bajo la premisa de que el español es “sexista”. A partir de ello, se han sugerido formas que integren a todos los géneros (masculino y femenino), añadiendo símbolos como la arroba (@), la x o reemplazando la vocal final por una e.
La RAE mantiene una postura firme: el español ya cuenta con un “masculino inclusivo” que abarca ambos géneros (niños para niños y niñas; el hombre para la humanidad; estudiantes para alumnos y alumnas). Según la institución, el cambio propuesto no se ajusta a las reglas morfológicas del idioma ni responde a un uso consolidado.
El lenguaje inclusivo, por tanto, no es solo un tema ortográfico, sino que involucra aspectos morfosintácticos y sociolingüísticos. En cualquier caso, evidencia que la lengua es un organismo vivo y en constante disputa, moldeado por quienes la hablan.
La ortografía —del griego orthós (correcto) y gráphein (escribir)— sigue adaptándose a los cambios fonéticos y de uso, aunque conserva elementos históricos que ya no se pronuncian, como la h muda o la u en medio de la q y la g antes de “e” o “i” para mantener su sonido: queso, guerra, guitarra. Así, la ortografía busca mantener un equilibrio entre tradición, historia y evolución.
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