Doña Margarita ya no está, recogió sus cosas y se marchó a la ciudad. Decía que ya no podía más, que necesitaba ayuda. Por eso se fue con su hija y nos dejó deshabitados. Ya nadie barrerá su calle. Nadie tomará el sol en el poyo donde ella solía sentarse a coser. Nadie escuchará el cantar de la fuente, el doblar solemne de las campanas. Nadie correrá los visillos cuando algún extraño venga a visitar la Iglesia. La calle donde ella vivía se quedará desierta. Solo el aire le arrancará alguna interjección a las hojas que crecerán en las rendijas de las calles, en las paredes, dentro de las casas. Más pronto que tarde, ni el viento se atreverá a dar su parecer debido a la espesura de los recién llegados matorrales. Bajo un espeso follaje quedarán aprisionados los recuerdos de antiguos acontecimientos. Un día, una teja caerá y después otra y otra. Con el tiempo, las viga de madera le seguirán y luego el tejado. Solo los cuatro muros que antes daban cobijo a las esperanzas de doña Margarita, se mantendrán firmes por más tiempo. El tibio calor del hogar dará paso a la humedad, a las lagartijas, a las arañas y a un montón de escombros que se apilarán en el centro de las viviendas. Ya muchos se fueron, pero a mí me tendrán que sacar con palanca. El pueblo es mi vida, Me unen a él tantos sentimientos. Lo que antes me molestaba, ahora lo añoro. Lo que antes me sacaba de mis casillas, ahora daría cualquier cosa porque volviera. Mi querido pueblo, mi hermano, se muere y no puedo hacer nada por él. He comprobado que su salud, su alegría, sus esperanzas, sus tristezas, sus fiestas, sus dances, sus romerías, sus fuentes, sus desvelos son los míos...
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