La igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres es, en teoría, un principio incuestionable. Está reconocida en legislaciones nacionales e internacionales, forma parte de las cartas de derechos humanos y se cita en discursos políticos con naturalidad. Sin embargo, la realidad sigue mostrando brechas profundas en participación, acceso al poder, reconocimiento y condiciones de vida.
Esta desigualdad no es fruto del azar, sino de siglos de estructuras sociales, culturales y económicas que han relegado a la mujer a un papel secundario. El feminismo, desde sus primeras manifestaciones, ha sido la fuerza que ha cuestionado y desmantelado estas estructuras. Sin él, derechos como el voto, la educación para las niñas, la igualdad salarial o la autonomía sobre el propio cuerpo serían impensables.
La historia demuestra que cada avance ha exigido una lucha constante. En 1848, en la conferencia de Seneca Falls, Elizabeth Cady Stanton reclamó para las mujeres el derecho al voto. La propuesta fue considerada radical, incluso por muchos aliados. Tuvieron que pasar más de setenta años para que esa reivindicación se plasmara en la Enmienda 19 de la Constitución de Estados Unidos. Este ejemplo recuerda que lo que hoy parece evidente, ayer fue impensable.
Pero no podemos limitarnos a mirar el pasado con orgullo. Persisten barreras más sutiles: techos de cristal en las empresas, brechas salariales, infrarrepresentación en la política, violencia de género, estereotipos en los medios y un reparto desigual de las tareas domésticas y de cuidados. A estas realidades se suman discriminaciones cruzadas que afectan a mujeres racializadas, migrantes, con discapacidad o pertenecientes a minorías sexuales.
Incorporar la perspectiva de género no es un gesto cosmético, sino un ejercicio de justicia y realismo: significa reconocer que las desigualdades estructurales distorsionan cualquier intervención social, política o económica si no se abordan de forma consciente. Significa también educar para la igualdad, visibilizar a las mujeres, usar un lenguaje inclusivo y diseñar políticas que no reproduzcan sesgos históricos.
La igualdad de género no es un punto de llegada, sino un proceso que exige vigilancia y compromiso. Porque los derechos pueden retroceder si se abandonan las convicciones que los hicieron posibles. Y porque una sociedad verdaderamente libre y democrática no puede construirse mientras la mitad de sus miembros siga enfrentando obstáculos que la otra mitad no ve.
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