Hacia 1925 Albert Einstein estuvo en Buenos Aires. Invitado por la Universidad Nacional de Buenos Aires, dio a conocer la novísima teoría de la relatividad que le posibilitara su premio Nobel. Crónicas de la época avalan el acontecimiento, y hace poco una novela escrita por Ariel Magnus, un periodista, traductor y conocido cuentista argentino que vive en Alemania, se está haciendo de culto, inspirada en esa visita (“Einstein en un quilombo”, editorial Edhasa). Con el tono irónico y el pleno humor negro que caracteriza a Magnus, el célebre físico se nos aparece, cuando vamos leyendo, como un personaje misterioso que sufre las vicisitudes propias de un genio frente a legos. En el caso, hay un grupo de señoras envidiosas que, para atrapar su atención, descuellan en comentarios un poco absurdos.
El libro en cuestión dispara esta nota. Diré a propósito, para los que gustan de la Ciencia aplicada y en honor al científico alemán, que no estaría demás relativizar paradigmas imposibles de sostener adecuadamente en el tiempo. Parece, en efecto, tan estúpido querer controlar y unificarlo todo como el hecho de que una de las admiradoras de aquel Einstein de Magnus le ejemplifica tonteras en francés, en busca de un brillo inteligente del que carece. ¿Cuáles serían hoy algunos de esos paradigmas?
Por ejemplo, andar eliminando a como dé lugar ciertas contradicciones en nuestra conducta: hay científicos que se obstinan en “normalizar” a todo el mundo. O filósofos empeñados en superar tesis y antítesis, total que Hegel, banalizado, daría la sensación política de que vivimos en democracias griegas casi perfectas, en las que los ciudadanos participan, votan, son solidarios y se ubican siempre no solo en sus problemas sino en el pellejo ajeno. También están los lingüistas que se valen del principio del tercero excluido para todas las cuestiones humanas y sociólogos que por mimetizarse con las Ciencias duras, hablan como matemáticos y nos reducen a las personas, solo a abstracciones colectivas inimpugnables.
Y, por lo demás, como los humanos, racionales o no, somos imperfectos y mortales, nunca es exitoso andar “paratodeando”, aunque seamos intelectuales, científicos, juristas o pensadores: desubicados estaremos, si necesitamos una suerte de paz interna que debe cerrarnos el mundo con rutinas colectivas y subjetivas de orden, de modo de no tener que admitir que, aunque nos hagamos responsables de nuestra vida personal y en sociedad, hay circunstancias disruptivas provocadas por el otro, por gobiernos mayoritarios que no respetan las minorías y sencillamente, por la existencia misma. Acaso, las guerras ¿se pueden prevenir? ¿Verbigracia, impedir estallidos bélicos con negociaciones diplomáticas mediante las que cada nación involucrada ceda un poco a fin de dejar que poblaciones enteras vivan tranquilos, conforme su elección y sus destinos?
Ignoro lo que pensaría Einstein. Pero sí, imagino, lo que Magnus tuvo en su cabeza al concebir la novela y lo que me sucede a mí: el planeta entero está corriendo el telón de sus escenarios para que, cuando menos como espectadores, dejemos de negar que los humanos somos caos. A mi juicio, deberíamos rescatar la posición desde la que teorizamos para disminuir el malestar en la cultura y de la cultura y nuestra perspectiva. No mirarlo todo con un solo ojo. Es que todavía no nos hemos transformado en máquinas robóticas sin conciencia. Inteligencia sin ética va a conducir a mayores anomias, ningún paradigma tranquilizador podría evitarlo.
Esperanzador sería, pues, dejar de sacralizar paradigmas para aplicarlos como si nada a la vida humana y a nuestro entorno. Tampoco habría hecho esto Albert Einstein. La inteligencia artificial constituye una inteligencia obligada, pero no, la conciencia. Por tanto, ninguna máquina nos salvará de nosotros mismos. ¿Se comprende?
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