En este momento, en el mundo, donde cada segundo se publican miles de palabras, declaraciones solemnes, discursos políticos y promesas huecas, la pregunta que resuena con una fuerza brutal es una sola, ¿Dónde está la humanidad?
No esa que figura en los diccionarios como el conjunto de seres humanos, sino la otra, la esencial, la que se expresa en el cuidado del otro, en la compasión activa, en la justicia concreta. Esa humanidad parece estar, hoy, gravemente amenazada.
Vivimos rodeados de contradicciones insoportables. Según datos del Programa Mundial de Alimentos (PMA) más de 783 millones de personas en el mundo padecen hambre crónica. Al mismo tiempo, el mundo desperdicia cerca del 17% de los alimentos que produce, y más de un tercio se pierde antes de llegar a los consumidores. Es decir, puede haber comida suficiente para todos, pero no voluntad suficiente para todos.
Lo mismo ocurre con el acceso a la salud. Mientras las farmacéuticas privadas baten récords de beneficios, Pfizer tuvo ingresos por más de 100.000 millones de dólares en 2022, la mayoría gracias a la vacuna contra el COVID, en muchos países del Sur global la gente sigue muriendo por no poder pagar antibióticos o insulina. ¿Dónde está la humanidad cuando los medicamentos se convierten en privilegios en lugar de derechos?
Y no hablamos del drama de los migrantes. Más de 60.000 personas han muerto intentando cruzar fronteras en los últimos diez años, según la Organización Internacional para las Migraciones. La mayoría en el mar Mediterráneo. A estas alturas, ya no se trata solo de naufragios, sino de políticas deliberadas de indiferencia, Europa paga a terceros países para que frenen a los migrantes, aún sabiendo que serán torturados o esclavizados. ¿Dónde está la humanidad cuando se legisla para que el otro no llegue a tocar la puerta?
La humanidad no está solo en lo que decimos, sino en lo que hacemos. O, mejor dicho, en lo que decidimos no hacer.
Las palabras, por sí solas, ya no bastan. No consuelan a un niño que muere de hambre. No salvan a una mujer violada, ni a un anciano abandonado. No reconstruyen las casas destruidas, ni las vidas destrozadas. No devuelven la dignidad a los sintecho, ni los cuerpos de los desaparecidos.
La humanidad no está en los discursos que se llenan de “preocupación” mientras se recortan presupuestos de cooperación. No está en los tuits de líderes mundiales que condenan una guerra mientras venden armas para otra. No está en los minutos de silencio, sino en los años de silencio culpable.
Y, sin embargo, aún hay rastros. Aún hay personas que no miran hacia otro lado. Médicos sin Fronteras, voluntarios en Lesbos, maestras en zonas de conflicto, cooperantes que no se resignan, periodistas que arriesgan su vida por contar la verdad. Gente anónima que dona, que escucha, que cuida. Gente que actúa.
Porque eso es lo que falta, “acciones”. Hechos, decisiones con consecuencias reales. No basta decir que el mundo duele, hay que cambiarlo. Desde donde se pueda. Con el poder que cada uno tenga. A veces bastan gestos pequeños, compartir, acompañar, denunciar, votar con conciencia, no callar ante la injusticia. Y otras veces se trata de exigir más a los poderosos, y de ser menos cómplices con nuestro silencio.
¿Dónde está la humanidad? Está en juego. Y no la salvarán las palabras, sino los hechos. No los lamentos, sino el compromiso. No la compasión tibia, sino la solidaridad valiente.
Porque, si seguimos aceptando como normal que unos tengan todo y otros nada, que unos vivan y otros apenas sobrevivan, que unos naden en abundancia mientras otros mueren de hambre, entonces ya no hablamos de humanidad. Hablamos de otra cosa.
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