Fue reina durante poco más de un mes, pero no necesitó más tiempo para dejar claro que lo suyo no era la obediencia, ni la sumisión, ni el teatro cortesano de las viejas monarquías. María José de Bélgica, católica, culta, con sangre de emperatrices y educación inglesa, llegó al trono italiano como quien entra en una sala llena de pólvora con un cigarro encendido.

Nació en 1906 en Ostende, con un nombre interminable y linaje suficiente como para no necesitar presentaciones. Hija de Alberto I, el rey que no se rindió ante los alemanes en la Gran Guerra y sobrina de Sissi por el lado materno, la joven princesa fue enviada a un internado británico durante la Primera Guerra Mundial. Allí aprendió algo que otros podrían olvidar, que un monarca no está para adornar sellos sino para proteger a su pueblo.
En 1929, por decisión de su madre, como era costumbre en los matrimonios dinásticos, aceptó casarse con el heredero de la corona italiana, Umberto de Saboya. El enlace fue fastuoso, como se espera de una monarquía que vive de la pompa, pero la realidad fue menos brillante: Umberto era un oficial de academia con mirada cuadrada y obediencia ciega a Mussolini; y ella, una mujer con criterio propio y desprecio abierto por el fascismo.
El Duce, que no soportaba a quien no se arrodillaba ante él, intentó imponerle el nombre de "Maria Giuseppina" para italianizarla. Ella se negó. Punto. No había discusión. Desde entonces, Mussolini la odió con gusto y ella le correspondió sin disimulo.
Su matrimonio fue una guerra fría desde el primer día. Él se refugiaba en sus deberes militares y en ciertos rumores que corrían por los pasillos del Quirinal. Ella, mientras tanto, organizaba veladas culturales, leía a los clásicos, escuchaba a los intelectuales y, lo más importante aún, ella actuaba.
Colaboró con la resistencia, entregó dinero y armas; y mantuvo contactos discretos, pero decisivos, con la Iglesia y con diplomáticos aliados. A espaldas de su marido y del propio rey, intentó negociar una salida honorable para Italia y un final para Mussolini.
En plena guerra, pidió una audiencia con Hitler para intentar salvar a su hermano, Leopoldo III de Bélgica, retenido por los nazis. El Führer quedó deslumbrado por la princesa, dijo que sus ojos eran "como el cielo alemán" y la llamó "la verdadera princesa aria". María José, años después, diría que si hubiese tenido un arma en aquel momento, habría vaciado el cargador sin dudar.
Tras la caída del fascismo, Umberto fue proclamado rey. María José se convirtió oficialmente en reina de Italia, pero solo por 36 días. El tiempo justo para comprobar que la monarquía estaba sentenciada.
En junio de 1946, un referéndum la mandó al exilio junto a su marido y a ella no le importó demasiado. Ya había cumplido su parte.
Vivió hasta los 94 años, lejos del poder y cerca de los libros. Jamás renegó de sus ideales ni huyó de sus enemigos. No buscó simpatías. No escribió memorias para llorar el trono perdido. Sencillamente vivió como reina sin necesitar la corona.
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