No se refiere la expresión “terruño” solo a lo que el término denota, en su acepción como espacio físico que nos vio nacer o crecer, sino, asimismo, yendo más allá, al “gueto” metafórico que muchas veces vamos construyendo en nuestra mente como amparo frente la fragilidad, reconocida o no, que nos caracteriza. Podemos vivir aislados en nuestro terruño literal o confinados en el microcosmos de nuestros prejuicios. Nada más humano e instintivo que recelar del otro o de lo que se ubica más allá de los confines que nos delimitan; al fin y al cabo, los integrantes de algunas tribus, tal y como nos mostró la antropología cultural, reservan, o reservaban, el término “hombre” para designarse a sí mismos, lo que puede explicarse por el desconocimiento respecto a la existencia de otros bípedos pero también por nuestra propia naturaleza egocéntrica y recelosa. Tendemos a deshumanizar al ajeno. Lo contrario, humanizar al extraño, tiene sus complicaciones y es resultado de un largo proceso de evolución cultural que nunca parece completarse del todo y que opera más en el ámbito de la retórica que en el de los hechos y los comportamientos, aunque sea ese otro asunto.
Tal vez por ello, en estos días de ahora, cuando las exclusiones resultan vergonzantes de puertas afuera, hemos inventado, para meter de nuevo al elefante en la habitación sin que se advierta, la noción de “identidad”, no en su acepción matemática o administrativa, sino como índole colectiva a una escala determinada. Lo de la identidad resulta difícil de rebatir, pues lo que se presenta como obviedad que no precisa argumentos se acaba percibiendo como tautología. Y la tautología no conduce a nada bueno cuando sale del campo de la lógica filosófica o matemática, porque nos ahorra el pensamiento reflexivo como mecanismo de entendimiento. Un inquietante riesgo lo atesora el concepto de “identidad cultural”. Gustavo Bueno, en “El mito de la cultura”, analizó y precisó la “cultura” como entidad metafísica, lo que implica su caracterización como “mito oscurantista” y “pura construcción ideológica”, sin clara entidad objetiva. En relación con ello, la “identidad cultural” adquiere esos mismos rasgos y tiende a ser considerada, o sentida, no como entidad dinámica que incluye diferencias, sino como una esfera ajena al tiempo y con cierta tendencia a lo inmutable. Un bombón, por tanto, para los vigilantes y defensores de las esencias, que siempre son más de lo que cualquiera se imagina y emergen una y otra vez en cada momento de nuestra historia.
Se plasma ello, por ejemplo, en los nacionalismos a cualquier escala, y en una suerte de regreso a la tribu, entendida no solo en su sentido original, sino como tribu étnica, ideológica o sentimental. En el caso del nacionalismo, arranca siempre de una sensación de pérdida, de un temor a lo que está más allá de nosotros mismos o de los límites físicos o mentales que tomemos como referencia.
Se cierra así el círculo de un regreso, si es que alguna vez se había ido, al rechazo del otro y de lo otro; supone la entronización del viejo pensamiento de lo mío como lo mejor, de lo ajeno como contaminación y depreciación de lo propio, que elevamos a la categoría de sustancia, una vez que lo sentimos desprovisto de temporalidad o diferencias para expresarlo en términos como “nuestra cultura” o “nuestra nación”, como si fuera invariable e indistinta desde siempre. Y, a partir de ello, buscamos elementos que lo justifiquen, como la lengua, por poner un ejemplo palpable, que puede llegar hasta el extremo de inventarnos una, casos se conocen, si no la hay a mano. Todo sea en beneficio del noble objetivo de la segregación, reconocida o no, en un contexto de retórica inclusiva.
Ya sé que puede parecer extremo lo que estoy afirmando, pero no se puede negar que, en una proporción considerable, esas ideas que se venden como nuevas u honorables, son viejas y se relacionan con la exclusión del otro, por mucho que se edulcoren o adornen con ciertos tics de beneficio social o ideología. En realidad, muchos de los practicantes de estas creencias no son conscientes de las mismas o las subliman, a la manera freudiana, con otras ideas que parecen ocultarlas. Y viven felices, orgullosos, ignorantes de que se trata de un puro regreso al terruño.
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