En una sociedad global postcristiana, incontestablemente secularizada, surge la pregunta de por qué el mundo ha estado y está en los últimos días tan pendiente de Roma. No obstante, es el mundo y no es el mundo quien anda vigilante. Y llama la atención, sin llamarla.
Al mundo, en general, le interesa la Iglesia por el significado que le otorga: económicamente, es una multinacional; filosóficamente, un sistema de pensamiento; internacionalmente, aglutina a mil cuatrocientos millones de habitantes del planeta... aunque no es nada de eso. De hecho, podría tirarse de otros tantos adverbios y no se alcanzaría a describirla.
Por otro lado, muchas personas, lo estamos viviendo en nuestro entorno, viven su día a día sin inmutarse por el cónclave, por el nuevo Papa…, lo que da que pensar que no es al mundo, sino a los medios de comunicación, a quienes atrae la institución. Y esto ocurre por distintas razones. Una es su relevancia social, que justifica una cobertura proporcionada al alcance del fallecimiento de un papa (que además es jefe de Estado) y de la elección del siguiente. Otro motivo es que venden mucho las intrigas, estratagemas, polémicas o cálculos políticos, que tantos periodistas dibujan (o emborronan) al cubrir la información vaticana: los abusos, las finanzas, los cardenales supuestamente divididos… tienen su expectativa, su interés y su negocio. Hay otros argumentos, más difíciles de exponer, como tratar de influir en las autoridades eclesiásticas, tentarlas a golpe de titulares, análisis y perfiles periodísticos, pues a muchos sectores les encantaría que la Iglesia cambiara su posición sobre determinados asuntos.
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