¿Qué es cultura, qué es civilización, cómo definirlas en estos momentos adversos en que los extremos se confunden? Al desesperado que rebusca en la basura, ¿cómo hablarle de ellas, cuando a él la sociedad lo trata como a un desecho, y en lugares le llaman “basura blanca”?
Cuando Spengler habla de la decadencia de Occidente, ¿de qué habla? Ortega y Gasset en el prólogo a la obra (La decadencia de Occidente), dice:
“La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo más a que puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten. Pero la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural”.
¿Cómo que la cultura queda intacta de la espada y del plomo? Destruir a las personas, aunque él se refiere sólo, no sabemos por qué, a sus creadores, ¿no es dato fundamental? En su escrito, la abominación de la guerra queda aislada y reducida a un mero fracaso, cuando debería ser el dato fundamental. En su cultura la idea queda desligada de la realidad, es inane respecto a esta. No hay causas ni efectos?
Después de conocer guerras de todo tipo, dos bombas atómicas, el Holocausto, la Nakba, ¿podemos seguir con tal sistema de análisis y dejar intactas a la cultura, a la civilización? ¿No cabe sospechar de ellas, por mucho que se remocen?
Las hambrunas, las epidemias desatendidas, millones de analfabetos, ¿no son representación de una cultura “detenida”, o mejor, estancada?
¿Qué idea de ayer ha sido corregida por la idea de hoy? Según expertos, las guerras han ido en progresión (ahora hay 54 ó 56); no digamos sus capacidades destructivas; los niños siguen trabajando en maquilas; en zonas de Libia se ha reintroducido la esclavitud a pesar de que la liberaron, dicen.
Eso no ocurre en Occidente, se dirá. No si desconectamos artificialmente las economías del mundo. Hablar de nuestra cultura o civilización no significa que en otras latitudes las cosas sean mejores. Pero las pretensiones hay que asumirlas: durante siglos Occidente ha presumido de ser la guía espiritual del mundo. Quien quiere el todo quiere la parte.
No sabemos, tal como Spengler sostiene, si en las civilizaciones hay un ciclo vital de nacimiento, desarrollo y muerte. Para nosotros el símil es acertado en cuanto las culturas, como las generaciones humanas, se suceden más como imitación que como superación. Hoy se está haciendo muy evidente. ¿Quién nos iba a decir que podríamos hablar hasta de nazismo sin ser anacrónicos? Es más, la cultura podría poner su contador a cero. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.
¿Qué se entiende por decadencia, esplendor, crisis? ¿Podemos creer que haya habido algún momento de esplendor cultural real si atendemos a las formas de vida? ¿O para mantener el concepto hemos de abstraerlo de su realidad?
Nos enorgullecemos de una cultura, sobre todo ahora, que en realidad lleva en su vientre la contracultura. Pero no en el sentido de antítesis, sino en el de ultratesis, que es rendirse al “es así” (o más vulgarmente: es lo que hay). Una fatalidad complacida que ocluye cualquier esfuerzo superador. Eurovisión (acto pretendidamente cultural) es un dato nimio pero sintomático. Lo más definido por lo menos.
La cultura, la civilización, deberían ser proyectos inequívocos --so pena de ser otra cosa—destinados a superar las miserias de la vida, o mejor, del ser humano. Una lucha real contra los demonios internos. Pero no, esta cultura es pesadamente estática, anclada en demasiados pequeños intereses. Mover una columna podría derrumbar el castillo, indiferentes a que lo haga la corrupción del pensamiento.
Atravesamos una gran crisis. Una de las pruebas es que la mayoría cree que sigue en su esplendor, lo que demuestra que se ha perdido el contacto con la realidad. Esta es menos poderosa que su apariencia, dominada por la ficción.
Se le aúna la abstracción intelectual, un asunto entre expertos esotéricos, cuya visión de las cosas está indirectamente mediatizada por su nivel de vida y de sus intereses. ¿Cómo promocionar la meritocracia si puede significar la remoción?
Un libro interesantísimo (1991) sobre cómo leer la Biblia dice así: “El número para los hebreos… tiene un simbolismo especial y sirve para expresar conceptos que a nosotros nos parecen desconcertantes… Bastarán unos pocos (ejemplos) de los Libros Sapienciales:
“Tres cosas hay que sublevan a la tierra/ y una cuarta que no puede sufrirse:/ un siervo que llegue a dominar/ un necio que se ve harto de pan/ una aborrecida que llegue a encontrar marido/ y una esclava que herede a su señora” Prv 30, 21 – 23.
El autor del tratado prosigue: “Pod(r)ía uno preguntarse ¿son tres cosas o son cuatro? … Es artístico decir que son tres y luego añadir que son cuatro…”. Varias páginas continúan con “las posibles razones del autor del Génesis para elegir estas cifras y no otras”. Es decir, que el misterio de los números es más importante que el destino del siervo, del necio (que merece pasar hambre), de la aborrecida y de la esclava. La condición de estos es normal, y alterarla “subleva a la tierra”. Lo importante es la numerología. Todo esto fue y es cultura.
En estas culturas nunca se evalúan, por ejemplo, el dolor, el agotamiento, el sufrimiento, la desesperación que produce el trabajo (¿por ser condena bíblica?). Se habla de los altercados de las turbas, no de la miseria que los provoca.
El feminismo progresista ha dicho muchas cosas pertinentes, pero las kellys han estado olvidadas durante mucho tiempo (hasta noviembre no entrarán en vigor algunas normas protectoras del trabajo doméstico).
Antes, la cultura, sin aproximarse ni siquiera a lo razonable (aceptación de la esclavitud, del colonialismo, de la guerra…) al menos tenía la ventaja de la pluralidad; una pluralidad que en parte tomaba nota de la crudeza de la existencia, y con mayor o menor énfasis la criticaba. Si había un Ortega y Gasset también había una Berta de Suttner, un Romain Rolland, un Chejov, que escribía “que mal vivís, pobres gentes”, un Thomas Mann, ejemplo de verdadera evolución cultural, en cuanto pasó de un belicismo juvenil a un pacifismo maduro, convencido por la evidencia.
La vida era peor, pero la cultura estaba más pluralmente humanizada. Y por supuesto, tenía más profundidad. Hoy, decorados amables lo llenan todo, de forma que la crítica es un desvarío individual, una toxicidad. Impera una visión plana del mundo. Quizás una visión financiera, cuya etimología proviene de finis, de acabar, terminar. En la literatura ha ocurrido igual, al realismo, al naturalismo, los ha sustituido el thriller, el psicópata individual.
Machado en su poema dice que los ojos lo son porque te ven. Pero para esta cultura los ojos lo son porque los veamos (nos quedamos en la superficie, en la apariencia, en la subjetividad, a veces colectiva); no es casual que una de las más prestigiosas universidades lleve el nombre del mayor solipsista: Berkeley.
Los medios de comunicación participan en la configuración de esta realidad cultural, pero mermados por la concentración. Un exasesor de Kissinger comentaba la reducción de la información. En 1947, en EEUU, había 2.600 corresponsales internacionales (cada diario tenía en el extranjero el suyo propio) con su propia versión. Hoy no llegan a 100. Es decir, se han perdido 2.500 interpretaciones distintas de la realidad internacional.
Como decíamos, la cultura occidental es una nube que rechaza la mención del sufrimiento de los seres vivos (el sufrimiento de los animales también habla de la cultura). ¿Había relación entre las teorías de Heidegger y lo que se revolvía a su alrededor, es decir, el ascenso y fortalecimiento del nazismo? Este irrealismo se ha impuesto, y permite a un enfoque cómodo de las cosas.
Que sea una abstracción permite se compartimente en áreas estancas. Historia, política, derecho, ciencia, arte, filosofía…son islas sin puentes que las conecten. ¿Importa? Si desconectamos la historia del derecho, por ejemplo, será difícil detectar que la aplicación de este ha sido la cosa más desigualmente realizada, cuando la justicia debería ser una de las principales preocupaciones de la cultura.
Los grandes imperios han sido generalmente ejes culturales, sin que sus barbaridades en los extrarradios hayan afectado a su crédito. Tan profunda es la ceguera que ni siquiera afecta al ámbito religioso. Cuando leemos que Jesús entró en el templo y expulsó a los mercaderes, ¿qué relación establecemos entre nuestras creencias y la sociedad que apoyamos?
Si la cultura no es un humanismo real donde la víctima sea el eje principal de sus preocupaciones es que carece de la importancia que le atribuimos.
Se alaba a Sócrates, se admira su criticismo, pero ni le criticamos en sus errores (que los tuvo) ni imitamos su incansable actividad crítica. ¿Es sólo un adorno?
Esta crisis de la cultura también afecta al lenguaje, elemento espiritual esencial. Contra él percibimos una ofensiva vulgarizadora, reductora, oscurecedora (la etimología ya no interesa). ¿No son acaso las palabras puertas a las ideas, a los sentimientos? ¿Es más expresivo “bulling” que acoso escolar? ¿No nos descubren sentimientos que desconocíamos poseer? ¿Sentimientos buenos y también malos? ¿No nos dice nada sobre el momento actual la palabra caquistocracia (y que word subraya en rojo)?
La cultura, desraizada, ha perdido su pluralidad y riqueza. Se habla de cultura popular (no pretendemos que ese sea el camino), pero no lo es. ¿Es casual que en la mayoría de las emisoras sólo se oiga música en inglés?¿Sólo existe tal versión? ¿Por qué? La gran música ha sido confinada a canales especializados. Pero, ¿no es la música el sonido de la cultura en su movimiento?
Hace ya muchos años que se decidió incorporar al mundo de las ventas (principalmente ocio) a los adolescentes, a los teenagers, que habían adquirido cierta capacidad adquisitiva. Subcultura, se dirá. Pero la realidad es que indirectamente han sumergido a los adultos y a la cultura en esas aguas. El padre (acomplejado por “carroza”) ha terminado imitando al hijo. Si no es roquero no es respetable.
Por su parte, muchas universidades han optado últimamente por una política podadora. Lo que no está en sus estanterías (o en las de la central internacional: otro asunto el de los doctorados) no existe, o peor, no debe existir, por mucho que haya aportado a la humanidad. ¿Asistiremos un día a la quema de libros?
Sin embargo, la cultura sin pluralidad es inimaginable, en cuanto su motor es dialéctico. Monologuista es anticultura.
Si es verdadera, es tolerante (no nos gusta esta palabra: mejor, abierta); si se autolimita pierde expectativas. El que sabe reconoce sus lagunas y tiende a colmarlas. También sabe que engañarse es inútil. Por cerrar los ojos no desaparecen los males.
Pero estas cosas ya no le importan a un mundo que finge ser excepcional. Esta actitud genera muchos peligros: uno de los peores, enfrentar riesgos imprevisibles, como actualmente está ocurriendo.
Es una cultura plana, planchada, que carece de curiosidad, que es incapaz de meterse en los pliegues de las otras culturas para enriquecerse. De la pereza va al desprecio.
En definitiva, una cultura que se va acartonando y convirtiendo en ideología. Lo paradójico es que esta era la excusa que se esgrimía para excluir a las otras visiones del mundo.
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