En 1961, Adolf Eichmann se sentó en el banquillo de los acusados en Jerusalén. Se le acusaba de ser uno de los principales organizadores de la Solución Final, el plan sistemático de exterminio del pueblo judío. Ante el tribunal, Eichmann no se presentó como un monstruo ni como un ideólogo nazi, sino como un funcionario gris que “solo cumplía órdenes”. Esta defensa, que parecía absurda ante la magnitud de sus crímenes, fue precisamente lo que llamó la atención de la filósofa Hannah Arendt.
Arendt cubrió el juicio para The New Yorker y en 1963 publicó su ensayo Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. En él no describe al acusado como un sádico ni como un genio del mal, sino como un burócrata mediocre que renunció a pensar por sí mismo. Lo verdaderamente aterrador, decía Arendt, era que el mal más extremo podía realizarse sin odio, sin pasión, incluso sin convicción, simplemente por la incapacidad —o la renuncia— de ejercer el juicio moral.
Hoy, más de sesenta años después, el eco de ese juicio resuena con fuerza en un mundo donde la ética parece desplazada por la utilidad, la obediencia ciega o la fuerza del relato. La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿podría volver a repetirse algo parecido?
Éticas enfrentadas: fines, consecuencias y obediencia
El dilema ético que encarna Eichmann permite poner en diálogo distintas formas de entender la moralidad. Para Kant, por ejemplo, la moral no depende de los resultados, sino del cumplimiento del deber por respeto a la ley moral interior. Según esta perspectiva, obedecer órdenes injustas no exime de responsabilidad: cada ser humano está llamado a pensar por sí mismo y a actuar conforme a principios universales.
Por el contrario, desde una ética utilitarista, lo importante son las consecuencias. Si los actos producen sufrimiento y muerte, deben ser condenados independientemente de la intención o del contexto jerárquico. Nadie puede escudarse en la estructura para justificar el daño.
Eichmann, al presentar su defensa basada en la obediencia, nos obliga a confrontar una tercera vía: la ética del conformismo, la moral del engranaje, aquella que no razona ni evalúa, sino que simplemente ejecuta. Y ahí es donde Arendt detectó el verdadero peligro: la banalidad del mal es la renuncia a pensar.
De la obediencia a la posverdad: cuando el relato reemplaza a la verdad
En nuestra época, el problema ya no es tanto la obediencia a órdenes injustas, sino la sumisión a relatos deformados, narrativas diseñadas para emocionar antes que para informar. Vivimos inmersos en un ecosistema saturado de discursos donde la verdad compite con la propaganda, y la ética parece sustituida por la rentabilidad del relato.
La posverdad no necesita verdugos obedientes: le basta con audiencias crédulas, ciudadanos que prefieren una historia convincente a una realidad incómoda. Eichmann, en este nuevo escenario, podría no ser ya un burócrata, sino un gestor de datos, un programador de algoritmos, o un usuario más que comparte bulos sin preguntarse por las consecuencias.
El peligro no es solo que el mal se banalice, sino que se vuelva espectacular, viral y rentable.
Pensar, resistir, educar
Por todo ello, recuperar el caso Eichmann en las aulas no es un ejercicio de memoria histórica, sino un acto de resistencia intelectual. Enseñar a pensar, a cuestionar, a dialogar socráticamente, es hoy más necesario que nunca. Frente a la ética del rebaño y la dictadura de las emociones, la filosofía sigue siendo una herramienta para despertar conciencias.
Porque el mal, como advirtió Arendt, no siempre viene con rostro demoníaco. A veces, se presenta con corbata, con jerga técnica, o con un "me limito a hacer mi trabajo". Lo único que necesita para prosperar es que dejemos de pensar.
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