Por increíble que parezca, y más aún en estos tiempos en que el poder y la desigualdad se nos presentan como males inevitables de la condición humana, hubo una comunidad, allá por los remotos días del Cobre, que vivió durante más de un milenio sin amos ni esclavos, sin palacios ni élites, sin templos ni castas. Sin grandes tumbas que contar. Solo vida compartida. Trabajo, tierra y pan para todos.

Detalle de fotografía excavación de investigación en campaña de 2022, Cerro de la Cabeza. Instituto Arqueológico Alemán de Madrid
En Valencina de la Concepción, a un tiro de piedra de Sevilla, una panda de prehistóricos logró lo que hoy nos parece imposible: organizarse sin que nadie les mandara.
El yacimiento en cuestión, que abarca unas 450 hectáreas y es el mayor de Europa para su época, lleva décadas siendo excavado, pero hasta ahora la mirada arqueológica se había quedado, como suele pasar, en lo monumental: dólmenes, tumbas y rituales varios. Nadie parecía haberse detenido a pensar que, tal vez, allí también se vivía y no solo se moría.
Ahora, gracias a un estudio dirigido por la Universitat Autònoma de Barcelona, con apoyo alemán y madrileño, se ha levantado el velo sobre la verdadera alma del asentamiento y esto es una comunidad sin jerarquías, sin caudillos ni sacerdotes, donde lo importante era arar, moler, tallar, criar, compartir. Donde el pan no se acumulaba en las despensas de los poderosos, sino que se amasaba para todos.
En los sectores excavados, como el Cerro de la Cabeza y el Pabellón Cubierto, han aparecido más de 600 herramientas líticas, no votivas ni simbólicas, sino de las que sirven para trabajar, a diario y con tesón. Se usaban para moler grano, curtir pieles, procesar fibras, trabajar el metal, etc., esto indica que vivían en sociedad, pero al parecer nadie mandaba y el yacimiento ha resuelto mostrarnos lo cotidiano, lo esencial y lo que nunca o casi nunca sale en las películas.
Todo dependía de los recursos del entorno, en un radio modesto de acción. Nada de redes comerciales exóticas ni metales traídos de lejos. Trabajaban con lo suyo, lo local, bien gestionado y sin despilfarros, así es como una sociedad crece y progresa. En Valencina, hace cinco mil años, ya sabían que: No se tira nada.
Ni rastro, además, de acumulaciones de riqueza ni de almacenes, ni fortificaciones ostentosas, ni el menor indicio de que allí alguien viviese mejor que los demás. Lo que había era una organización comunal, descentralizada, basada en la cooperación. Un mundo que, a fuerza de igualdad, duró más de mil años. No se puede esperar más con tan poco.
La arqueóloga Marina Eguíluz lo resume con claridad académica diciendo que la estructura productiva cambió poco en milenios. ¿Por qué? Porque funcionaba. Y cuando algo funciona y beneficia a todos, no hace falta cambiarlo cada cuatro años ni reinventarse en cada ciclo solar.
Lo que estos investigadores proponen no es solo una interpretación nueva del pasado, sino una bofetada amable a nuestra arrogancia moderna: hubo una vez, mucho antes de nuestras repúblicas, nuestras monarquías y nuestros políticos, un pueblo que vivió en paz, sin más dios que el trabajo compartido y dando ejemplo por los siglos de los siglos.
Quizá por eso duraron tanto, porque no había nadie que se llevara la mejor parte; porque no tenían prisa en volverse imperio; y porque aún no se había inventado la casta política.
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