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Lo mío por encima de lo nuestro

Del concepto propiedad privada nacen todos los relatos del poder en sus diversas manifestaciones
Armando B. Ginés
martes, 20 de mayo de 2025, 11:26 h (CET)

El núcleo principal de la sociedades capitalistas, ya adopten la forma de democracias parlamentarias, dictaduras severas o regímenes autoritarios, es la sacrosanta propiedad privada, lo mío o privativo por encima de lo nuestro o público.


Aquellas personas que atesoran algún patrimonio material, un piso, un coche y/o un empleo más o menos bien remunerado, fijo o indefinido, convierten su propiedad en un activo ideológico que permea todo su pensamiento sociopolítico. Su relato tiende a sobrevalorar su estatus, a la vez que degrada el de colectivos con vidas más precarizadas.


Ese constructo cultural viene a decir que si yo he conseguido algo en detrimento de otros individuos es por mis capacidades intelectuales y por mi esfuerzo, esto es, yo merezco lo que tengo en comparación con ese lumpen o estrato demográfico de menor calidad o valor que yo.


La defensa a ultranza de la propiedad particular opera como un automatismo cultural e ideológico que ve a la otredad como una amenaza potencial contra sus intereses socioeconómicos. Ese caldo de cultivo se configura así como el gran granero de votos o adhesiones de las derechas conservadoras y de las ultraderechas, y también de las clases medias progresistas, antaño de raíz socialdemócrata.


Del concepto propiedad privada nacen todos los relatos del poder en sus diversas manifestaciones. Normalmente la propiedad privada suele aderezarse de dos acompañantes más rimbombantes y estéticos: libertad de elección y libertad de expresión.


En este contexto, lo nuestro queda en un segundo plano. Lo público se asemeja a un despilfarro o subvención injusta de las clases más desfavorecidas, eternamente subsidiadas y que no quieren trabajar. La competencia, por tanto, resulta extrema entre las clases medias culturales y los colectivos sociales más vulnerables, siempre otros, personas con empleos temporales, individuos en situaciones de irregularidad legal y minorías sociales, étnicas o de otra condición.


La progresía política y las derechas abonan este enfrentamiento ficticio en detrimento de la temida y conflictiva lucha de clases. De esta manera, las multinacionales, el empresariado y las clases altas o pudientes siguen acaparando recursos y amasando capital eludiendo su responsabilidad en el curso de los acontecimientos a escala tanto local como internacional.


Mientras las clases productivas se sigan pegando entre ellas por cuestiones de segundo orden jamás pondrán el ojo en la auténtica contradicción que alimenta la maquinaria capitalista: la acumulación de capital y poder a través de la explotación de la fuerza de trabajo ajena, libre para aceptar su propia enajenación económica, sobrevir en la marginalidad o morirse de hambre para salvaguardar su autoestima y dignidad moral.


Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la propiedad privada, pilar de las frenéticas sociedades de consumo, se ha afianzado. Con el asalto, a veces cruento, de la líquida posmodernidad y el neoliberalismo rampante lo mío por encima de lo nuestro ha pasado a ser el leit motiv o motor de un yo rabioso de ser más yo que nunca. Un yo ávido de vivir experiencias sin freno, una tras otra, como un modo de atesorar un capital simbólico que nos transforma en dueños de un sí mismo endeble aislado en su piso compartido, sus másteres de prestigio, sus viajes iniciáticos a las periferias exóticas y sus trabajos cada vez más a la buena de dios.


Ya en el siglo XXI, los relatos políticos de las derechas han buscado exacerbar las diferencias entre gentes trabajadoras, magnificando matices de todo signo para provocar violencias en su seno. Todo es amenaza latente para las derechas. Por su parte, la progresía ilustrada ha abrazado la multiculturalidad y la diversidad de forma indiscriminada, abonando reivindicaciones a todo trapo la mayoría de las veces menores o contradictorias entre sí. La diversidad como elemento de dispersión y el enfrentamiento entre nosotros/ellos como táctica del divide al adversario y así vencerás en la batalla final. La progresía suaviza y atempera el conflicto social como contribución a la causa subyacente del neoliberalismo para no ofender en exceso a las elites pudientes. Negociar el espacio público con temor al que dirán ya es partir con desventaja en el teatro sociopolítico.


Eso sí, la propiedad privada y los multimillonarios beneficios patronales son tabú, eso ni se plantea ni se toca. Y si la columna vertebral no se ve afectada, el monumental monstruo capitalista sigue adelante reinventándose cada cierto tiempo bajo el paraguas de la libertad. Libertad continúa vendiendo bien en la mercadotecnia capitalista.


Cuando hablamos de propiedad privada es necesario ampliar su significado más allá de lo estrictamente material. También es propiedad privada mi familia, mi país, mi blanquitud, mi pueblo, mis raíces, mi religión, mis tradiciones, mi gente, en suma, todo un arsenal semántico que me otorga una identidad propia, fija y determinada por cuestiones culturales de variado signo.


Lo nuestro como sinónimo de público, lo que no es de nadie porque es de todos, queda relegado a un escalafón inferior, mutando su significado operativo en contraposición a un ellos en pugna con un nosotros basado en contradicciones que no afectan a la esencia económica de las sociedades capitalistas, la obtención de plusvalías mediante la explotación del trabajo ajeno. Ellos son los que vienen de fuera a robarme el empleo, los que tienen un color de piel más oscuro, los que sobreviven de subsidios, las feministas radicales, los izquierdistas tocacojones, de alguna manera, pero no solo, todas aquellas personas o segmentos sociales que no acreditan propiedad alguna o bien que se han emancipado de la propiedad privada como recurso ideológico inalterable para analizar la realidad política en cada momento histórico.


En las escaramuzas culturales, batalla cultural en la jerga al uso, los poderes establecidos se encuentran muy a gusto. Sus omnipotentes cañones mediáticos y sus poderosos laboratorios de ideas ahorman los pensamientos de la inmensa mayoría más o menos silenciosa con cierta facilidad. Solo en la lucha diaria (trabajo, vivienda, educación, sanidad, transporte) se configura auténticamente la conciencia política de clase no supeditada a discursos transversales exclusivamente identitarios o de orden estético o simbólico.


Hace ya muchísimo tiempo que el concepto de alienación se ha desterrado por las izquierdas como herramienta de uso para analizar la realidad política. Se pensaba que ya el ser humano de las sociedades occidentalizadas gozaba de una autonomía e independencia absoluta que le permitía conocer la complejidad y así actuar en consecuencia en la defensa de sus intereses. Craso error, pero error inducido en interés del statu quo. Estar alienado era tanto como calificar de idiota o enajenada a una persona trabajadora que votaba contra sus intereses de clase y a favor de sus explotadores.

Defender esa postura era transformarse de facto en vanguardia clasista inaceptable. Y eso lo decía, paradoja entre paradojas, la vanguardia instalada en el poder real, los que suministran artefactos culturales de distracción y modelan las ideas fuerza de las mayorías sociales que no permiten o impiden rebeliones o análisis críticos contra el poder establecido.


Sí, la alienación ideológica existe, más que nunca desde la aparición de internet y la eclosión de las redes sociales. Idiota es aquella persona que no ve más allá de sus rutinas diarias y de su peculio particular. Y alienada es aquella persona que defiende el pensamiento que no corresponde a su clase social. ¿Qué son los votantes inmigrantes y las capas trabajadoras que votan fascismo puro y duro?

Hay pánico en las izquierdas a llamar a las cosas por su nombre. Desde las izquierdas posibilistas y psicosociologistas se prefieren conceptos más intelectuales, académicos, incluyentes y menos agresivos o hiperbólicos (eso dicen para justificar sus posiciones templadas, moderadas o políticamente correctas).


El conflicto social no ha menguado en el mundo a pesar de los ingentes esfuerzos para mitigarlo a base de edulcorantes consumistas e invenciones ad hoc de chivos expiatorios o enemigos diabólicos de procedencia foránea.


Lo mío versus lo nuestro, lo privado en contraposición a lo público y el modo de ganarse el sustento cotidiano vendiendo al mejor postor las habilidades profesionales o la fuerza de trabajo propia son las tres claves fundamentales donde residen las contradicciones sociales más agudas de las sociedades que habitamos en la actualidad.


Claro que vivimos en una complejidad social que no puede limitarse a un solo factor explicativo. Ahora bien, las complejidades fabricadas a propósito (nacionalismos, diversidades seculares enfrentadas entre sí, miedo reverencial a las minorías, aporofobia) son señuelos para maquillar u olvidar lo importante.


La sempiterna propiedad privada y la manoseada libertad son las dos barreras ideológicas de mayor calado que impiden que lo nuestro (lo social, lo que se comparte, la igualdad, lo que es de todos) se imponga a lo mío o privativo: mi propio egoísmo disolvente por un triste pedazo de estaus simbólico o patrimonio material.


A mayor presencia de lo mío en menoscabo de lo nuestro, los fascismos varios y la guerra podrían ser inevitables. Da que pensar la alienación constante a la que las gentes trabajadoras estamos sometidos las 24 horas del día. Caer en la idiotez es muy sencillo: nadie está libre de precipitarse por ese abismo ideológico y cultural. Hasta las mentes presuntamente mejor amuebladas pueden convertirse en idiotas de la noche a la mañana. No es cuestión de inteligencia sino de capacidad crítica de análisis riguroso y racional. Cuando las emociones y los prejuicios toman el mando, la cabeza se vuelve tarumba.

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