Un altar que no debería estar ahí nos dice que los dioses de Teotihuacan se pasean por tierras mayas. Ya lo dijo alguien que sabía de imperios: los poderosos nunca llaman a la puerta, entran. Y a veces dejan cosas raras detrás. En este caso, un altar. Un bloque de piedra caliza que aparece en mitad de Tikal, bien pintado en rojo, negro y amarillo, como si fuera un souvenir dejado a propósito por los señores de Teotihuacan para que nadie olvidara que alguna vez estuvieron allí. Aunque no deberían haber estado; o sí. Al menos no tan lejos, nos preguntamos lógicamente el por qué.
Tikal, para ubicarnos, está en lo que hoy es Guatemala. Teotihuacan, en el altiplano central de México. Hay más de mil kilómetros de selva, cerros y fieras entre una y otra. Así que encontrar un altar con estética teotihuacana en pleno corazón maya es como descubrir una catedral gótica en mitad de Angkor Wat, territorio hindú. Algo no cuadra. O sí, si uno deja de creer en la versión edulcorada de los libros escolares.
¿Qué hace una piedra tan mexicana en casa ajena?
Los arqueólogos del INAH, los mismos que se meten entre lianas con más fe que presupuesto, a lo Indiana Jones, dieron con el altar en julio de 2024. Estaba enterrado en un patio residencial del Grupo 6D-XV, un conjunto urbano maya donde, al parecer, vivió gente con contactos bastante exclusivos: o eran teotihuacanos de pura cepa o hijos bastardos de un intercambio político que nadie termina de entender del todo. Porque esto no fue turismo ni comercio. Esto fue algo más serio. Un asentamiento. Una cabeza de puente.
El altar no está dedicado a reyes mayas, como era costumbre sino que está consagrado al “Dios de la Tormenta”, figura central del imaginario teotihuacano, más dado a rayos y dominación que a tronos florales; y lo construyó, con toda probabilidad, un artista traído del norte, no un local, que dejó allí su firma en colores y símbolos, como quien planta una bandera sin necesidad de ondearla.
La historia oficial no aguanta el peso del altar
Todo esto obliga a revisar la crónica diplomática entre Tikal y Teotihuacan. Hasta ahora, la versión light hablaba de intercambio cultural, de comercio entre civilizaciones hermanas. Pero este altar sugiere otra cosa, sugiere injerencia, poder e incluso ocupación. Las fechas no ayudan a suavizar la teoría: el conjunto fue construido justo después de la famosa “Entrada” de 378 d.C., cuando un emisario de Teotihuacan llegó a Tikal con un ejército detrás y puso a su propio candidato en el trono.
Los restos lo confirman, entierros de adultos en tumbas estucadas, niños sentados como en los ritos del centro de México y hasta sacrificios simbólicos en las esquinas del altar. Tres bebés fueron colocados allí como guardianes silenciosos. El cuarto hueco quedó vacío, como si el ritual no se completara o como si, incluso, hubiera algo que temer.
Cuando el pasado estorba, se entierra
Tras unos años, todo ese conjunto fue tapado, cubierto a conciencia con tierra, escombros y olvido. Los mayas, que sabían enterrar cosas como nadie, decidieron que ese rincón debía desaparecer. No lo reciclaron. No lo reutilizaron. Lo clausuraron. Como quien mete un cadáver en una caja de plomo y lo lanza al fondo del mar. Como si borraran aquello de las páginas de la historia.
Los arqueólogos creen que fue un gesto ritual. Una forma de cortar con el pasado teotihuacano, de limpiar la memoria histórica con la pala. Porque cuando un poder extranjero cae, lo último que se quiere es que su altar siga en pie recordando que, alguna vez, mandaron otros.
El barrio perdido del imperio
El hallazgo del altar, junto a la réplica local del Templo de la Serpiente Emplumada, Quetzalcoalt, sugiere que no era una presencia ocasional. Tikal tuvo, durante un tiempo, un barrio teotihuacano. Casas, rituales, símbolos y muertos. Al final, como ocurre con todos los imperios que pisan demasiado fuerte en tierra ajena, acabaron bajo el polvo literalmente.
Así es la historia, caprichosa, cicatrizada y cicatrizadora; y el hombre tiene tendencia a ocultar aquello que molesta, por incomprensible, por incómodo, por maldito. Pero a veces, una piedra pintada aparece donde no debería estar y nos obliga a admitir lo que nadie quiere decir en voz alta. Los dioses, cuando viajan, lo hacen para quedarse; y cuando se marchan, dejan huellas.
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