No escribiría este texto si el apagón me hubiera pillado en una autovía atascada, o encerrada en un ascensor, o en medio de una prueba médica con claustrofobia, o con una lavadora sin haber aclarado, o con un pollo asado a medias, o en apagón prolongado que estropea alimentos, o en catástrofe de numerosos muertos y heridos, o estar con dificultades con personas con discapacidad física o sensorial, o…
Supongo que me pilló como a muchos de nosotros, la alarma la dio muy pronto un aparato que solemos tener cerca: el móvil.
A las doce treinta y tres minutos, estaba a gusto: acompañada de un grupo agradable de profesores, reunidos dilucidando qué jóvenes autores adolescentes se harían con los premios de un concurso de relatos y microrrelatos en certamen nacional, con los consabidos eurillos que tan bien le vienen a cualquier estudiante. Al ser casi la tarde, entraba luz a raudales por los ventanales y no hicimos demasiado aprecio al apagón, ni nos importunó, solo cuando se utilizó el teléfono para avisar a los ganadores de su hazaña, nos dimos cuenta que no teníamos cobertura en ellos, ni para llamar a los autores, ni para un billete de AVE, ni para llamar a un familiar, ni para nada.
Se deshizo la reunión sin saber en qué quedaría aquello, y nos fuimos a tomar una caña fresca, comentando, el más pesimista, que podría ser la última caña disfrutada en mucho tiempo. Algo de miedo hubo tras esas palabras. Luego el civismo de los semáforos nos abrió paso junto a unos alumnos que lo cruzaban.
A partir de ahí, invitados a comer en casa, imposible de llegar a la suya, comida fría pero apetecible, y entender que el apagoncillo que nos pilló era mucho más gracioso que cruel pues había agua, aunque luego supimos que no todos disfrutaron de agua y luz, como el mejor tándem para sobrevivir.
Imaginé los que tenían más de cinco pisos por subir, o menos, subiendo a niños y a personas mayores, los que no tenían dinero en efectivo, u otra forma de llegar a casa que en tren. Me alegré por el buen tiempo que permitió a los caminantes de primavera poder reunirse con su familia. Odié el caos de ciudades gigantes que no permiten una vida fácil a sus conciudadanos, o a los túneles, o a los centros que no han previsto nada y que las personas se quedaran a dos velas, y que esas velas no sirvieran para seguir trabajando, ni siquiera para cenar románticamente y su luz se cambiara por la fría linterna de un móvil sin apenas carga.
Antes de acostarme, miré al cielo y comprendí que el ser humano es frágil, con esas calles miedosas de luces bailando con las estrellas. Vi la luz silenciosa y azul de la Policía, y busqué silencio en la lectura, acordándome de antiguos pintores, músicos y literatos con velas y sin kits tecnológicos de supervivencia.
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