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Feminismo & marxismo

No es posible comprender verdaderamente los acontecimientos históricos sin atender a las ideas que los inspiraron
María del Carmen Calderón Berrocal
miércoles, 7 de mayo de 2025, 09:07 h (CET)

A lo largo de la historia, las ideas han desempeñado un papel fundamental. Existen diversas formas de narrar el pasado: una historia de las ideas, una historia de la filosofía y una historia del pensamiento.


No es posible comprender verdaderamente los acontecimientos históricos sin atender a las ideas que los inspiraron. Los individuos que marcaron época no actuaron en un vacío: fueron guiados, motivados y condicionados por marcos conceptuales e ideológicos. Por eso, la historia no puede entenderse solo como una secuencia de decisiones personales, sino también como el despliegue y evolución de los principios que moldearon la mentalidad colectiva, así como las estructuras sociales y políticas.


Como señaló Aristóteles en su Ética a Nicómaco, el estudio de las ideas no solo es valioso, sino necesario si queremos entender los grandes procesos históricos, interpretar nuestro presente y responder con claridad a los desafíos actuales.


En este contexto, nos proponemos analizar una transformación del marxismo: lo que varios académicos y filósofos contemporáneos denominan neomarxismo. Dentro de este marco, prestaremos especial atención al feminismo actual, el cual incorpora diversos elementos heredados del pensamiento marxista.


Neomarxismo y feminismo actual


Karl Marx concibió la historia desde el prisma del materialismo histórico, reformulando la dialéctica de Hegel hacia una interpretación materialista. Según su análisis, el conflicto entre clases sociales constituía el motor de la historia. No obstante, esta visión comenzó a perder fuerza en la segunda mitad del siglo XX, particularmente durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el auge económico dio lugar a una consolidación de las clases medias en Occidente. Ante la desaparición del proletariado como sujeto revolucionario, surgió la necesidad de buscar otros actores sociales para canalizar la transformación.


Así emergieron nuevas figuras simbólicas de la revolución: los estudiantes, como lo ejemplificó el movimiento del mayo del 68, los medios de comunicación y, de forma destacada, la mujer.

Desde ciertos sectores ideológicos, la mujer fue instrumentalizada para cuestionar pilares fundamentales como la familia, vista no solo como institución tradicional, sino como una estructura acorde a la naturaleza humana. Se ha querido reemplazar la noción de “familia natural” por un modelo relativista donde cualquier tipo de unión es considerado igualmente válido, lo cual contrasta con la visión cristiana tradicional, que afirma la complementariedad entre hombre y mujer como base del matrimonio.


El término “tradicional” ha sido tergiversado por algunos para evocar imágenes de atraso o represión, cuando en realidad representa una continuidad con un legado cultural y también religioso valioso. En este sentido, el catolicismo —tradicional y reaccionario en el mejor de los sentidos— no teme reaccionar ante el mal y defender el bien. La Edad Media, lejos de ser una época oscura, fue un periodo de esplendor para la civilización cristiana y para la Iglesia.


En el debate contemporáneo, el concepto de "derecho" ocupa un lugar central, especialmente cuando se habla del llamado "derecho al aborto". Sin embargo, conviene precisar el verdadero significado de este término, recurriendo a la sabiduría de pensadores clásicos. En particular, Fray Domingo de Soto, figura destacada de la Escuela de Salamanca, aborda esta cuestión en su Tratado de la justicia y del derecho.


Sobre el “derecho”


El término “derecho” proviene del latín directus, que alude a lo recto, a lo que sigue un camino correcto. En el plano moral, el derecho consiste en el conjunto de actos legítimos que orientan al ser humano hacia su fin natural. Por tanto, no puede considerarse un verdadero derecho aquello que contradice ese fin.


Además del sentido objetivo, también usamos el término en sentido subjetivo, como el poder de realizar una acción o de exigir algo; sin embargo, no todo lo que está en nuestra capacidad constituye moralmente un derecho. Por ejemplo, podemos apropiarnos de un objeto hallado en la calle, pero eso no significa que tengamos derecho legítimo a hacerlo.


El derecho natural tiene su fundamento en la ley natural, la cual se deriva de Dios y toda legislación humana debería ajustarse a esa ley natural como norma superior.


En el lenguaje canónico, la palabra “legal” no se utiliza, porque en este contexto todo lo legal debe ser también legítimo, a diferencia del Derecho civil, que separa ambas nociones.


El derecho, entonces, puede entenderse como un conjunto de normas —naturales o positivas— que definen y regulan las acciones humanas. Este breve repaso del pensamiento de Fray Domingo de Soto subraya la necesidad de recuperar una visión ordenada y moral del derecho.


José Manuel Martínez Guisasola es doctor en Teología Moral por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y profesor en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Sevilla, es autor del libro Neomarxismo, feminismo, marxismo y género: de la batalla económica a la batalla cultural (editorial SEOVA). Su obra ofrece un análisis profundo y accesible de esta corriente ideológica —hija del marxismo clásico— que ha tenido profundas repercusiones en el ámbito familiar, social y político.


Error marxista o la transformación del marxismo clásico


Uno de los principales errores en el planteamiento económico de Karl Marx fue no haber corregido ciertas limitaciones de su modelo, lo cual derivó en el desarrollo posterior del marxismo, una ideología que ha tenido profundas consecuencias negativas para la cultura occidental.


Con el paso del tiempo, particularmente hacia finales del siglo XX, el marxismo clásico experimentó una transformación. Esta evolución dio lugar a lo que se ha denominado neomarxismo, aunque también ha recibido otras etiquetas como posmarxismo o marxismo cultural. Para comprender esta mutación, es necesario entender primero en qué consistía el marxismo clásico.


Marx interpretaba la realidad a través de una división entre estructura y superestructura.


-En la estructura situaba los sistemas económicos de producción, a los que atribuía el papel de motor de la historia.

-En la superestructura incluía el conjunto de valores, normas y principios que regulan el comportamiento humano, es decir, la cultura.


Estaba convencido de que las transformaciones sociales se producían interviniendo en la estructura, es decir, modificando las condiciones económicas.


Desde esta perspectiva, introdujo su concepción de la historia como una sucesión de etapas, determinadas por la lucha de clases. Cada etapa histórica se caracteriza por un modelo de fuerzas productivas que genera un tipo de sujeto, el cual entra en conflicto con su antagonista. Esta lucha dialéctica desemboca en una síntesis que marca el paso a una nueva etapa.


Marx identificó como primera etapa la Antigüedad, en la que el sujeto era el esclavo y su antagonista, el amo. Tras una confrontación dialéctica, surgió el feudalismo, con un nuevo modelo de producción y sujetos sociales: el siervo y el señor feudal. Posteriormente, el capitalismo introdujo una nueva relación antagónica entre el obrero y el burgués. A partir de ahí, Marx predijo que se llegaría al socialismo, donde el proletariado, una vez alcanzado el poder, debería desaparecer como clase, poniendo fin a la lucha dialéctica.


Marx concebía su teoría como una ciencia capaz de prever el devenir histórico, distinguiéndola así del socialismo utópico. Creía firmemente que el socialismo surgiría en sociedades avanzadas que hubieran pasado por el capitalismo. Por eso, dirigió su atención a Inglaterra, cuna del capitalismo industrial en el siglo XIX. Sin embargo, murió sin ver el nacimiento del socialismo allí.


Paradójicamente, el socialismo emergió en Rusia, una nación todavía anclada en estructuras feudales, con una burguesía apenas incipiente. Esto representó un serio problema teórico: si la revolución socialista podía tener lugar en un país sin haber pasado por el capitalismo, entonces el esquema de etapas históricas de Marx quedaba en entredicho.


Para responder a este dilema algunos pensadores marxistas introdujeron el concepto de hegemonía, particularmente en el seno de la Segunda Internacional. Este término, utilizado por Plejánov y más tarde desarrollado por otros teóricos, sirvió para explicar cómo, en determinadas circunstancias, una clase social podía asumir el papel que correspondería a otra más desarrollada, ausente en ese contexto. Así, en Rusia, el campesinado habría asumido funciones revolucionarias que teóricamente correspondían al proletariado industrial.


Crisis marxista en los 60 del XX


Este concepto resultó útil durante décadas, pero hacia los años sesenta el marxismo entró en crisis. El modelo obrero perdía fuerza como sujeto revolucionario y la clase media se consolidaba en Occidente. En este contexto, algunos teóricos socialistas, como Ernesto Laclau, comenzaron a anticipar la decadencia del socialismo tradicional.


En 1985, Laclau publicó junto con Chantal Mouffe Hegemonía y estrategia socialista, una obra clave en esta transición ideológica. Allí se recupera el concepto de hegemonía, adaptándolo a un nuevo contexto histórico. Se propone un modelo de hegemonía articulada, una estrategia para reagrupar distintos movimientos sociales —como el feminismo, el ecologismo, el indigenismo, el multiculturalismo o las minorías sexuales— bajo un mismo paraguas ideológico.


Sin embargo


Este proceso implica que cada uno de esos movimientos debe sacrificar parte de su identidad propia para integrarse en una causa común. Es así como, por ejemplo, el feminismo pierde sus rasgos distintivos originales en el proceso de articulación, diluyéndose en un conglomerado ideológico más amplio.


Este modelo neomarxista ya no se centra en la economía como motor exclusivo del cambio, sino que traslada la lucha desde lo económico a lo cultural. La confrontación ya no se da exclusivamente entre clases sociales, sino entre identidades, culturas y valores. En definitiva, el neomarxismo redefine el campo de batalla: de la economía se pasa a la cultura.


Disolución del sujeto histórico del feminismo. El Postfeminismo


Con la disolución del sujeto histórico del feminismo —la mujer—, este movimiento entra en una etapa denominada posfeminismo. Esta nueva fase no representa una continuación coherente, sino más bien la pérdida de una identidad clara, ya que el sujeto político original ha sido desplazado o diluido dentro de una coalición más amplia de luchas.


Ernesto Laclau, tras proponer el concepto de “hegemonía articulada”, introduce un nuevo elemento esencial: la necesidad de generar microconflictos que sirvan como escenarios para una acción revolucionaria.


Microconflictos y heteropatriarcado capitalista


Una vez que diferentes colectivos han sido reunidos bajo una causa común, se hace imprescindible crear situaciones de tensión y enfrentamiento para movilizarlos políticamente.


Junto a estos escenarios, también es fundamental dotar a todos estos grupos de un enemigo común. Es aquí donde el neomarxismo, al trasladar el foco desde la estructura económica a la superestructura cultural, configura un adversario común para esta nueva hegemonía articulada: el heteropatriarcado capitalista.


Este concepto funciona como un enemigo simbólico múltiple: el término “patriarcado” se presenta como el objetivo a combatir para el feminismo; “heteronormatividad”, para las minorías sexuales; y el “capitalismo” como la estructura opresiva para otros movimientos como el ecologismo, el indigenismo o el multiculturalismo. De este modo, se ofrece una causa compartida que articula la lucha de grupos diversos bajo una narrativa única de resistencia.


Mutación hacia la cultura


A partir de aquí, el marxismo muta definitivamente desde el ámbito de la economía hacia el terreno de los valores, normas y símbolos, es decir, hacia la cultura.


Ya no se trata de disputar el control de los medios de producción, sino de transformar el sistema axiológico que rige el comportamiento colectivo.


En consecuencia, la nueva batalla ideológica se libra en la superestructura: en el ámbito educativo, mediático, artístico y jurídico, donde se configuran los valores sociales.


Ideología de género


Esta evolución del pensamiento marxista ha dado lugar, en el ámbito contemporáneo, a una poderosa corriente ideológica que ha llegado a influir decisivamente en Occidente durante las últimas décadas: la ideología de género.


Aunque en las décadas de 1980 y 1990 esta ideología no estaba presente, en las últimas dos décadas se ha introducido con fuerza en la esfera pública. Su alcance y capacidad de transformación ha sido, en muchos sentidos, subestimado.


Para comprender esta ideología, conviene entender que el ser humano es una realidad compleja que abarca tres dimensiones: biológica, psicológica y social. A partir de ello, se pueden distinguir tres conceptos clave:


-el sexo (como dato biológico),

-la sexualidad (como dimensión psicológica o subjetiva) y

-el género (como construcción cultural).


El término “género”, de hecho, no siempre tuvo una carga ideológica: fue usado en la antropología cultural desde el siglo XIX con fines descriptivos válidos.


Sin embargo, en las últimas décadas, el concepto de género ha sido reinterpretado con un sesgo marcadamente ideológico. Se han desarrollado dos grandes enfoques:


-uno integralista, que mantiene una vinculación coherente entre sexo, sexualidad y género; y

-otro no integralista, que propone una separación radical entre estas esferas.


Es esta segunda corriente la que ha dado origen a la ideología de género, que sostiene que el género puede construirse completamente al margen del dato biológico.


Reconfiguración de la comprensión de la identidad


Como ideología, esta visión no solo reconfigura la comprensión de la identidad humana, sino que además posee una clara vocación política. Es promovida activamente por organismos internacionales como la ONU y la Unión Europea, a través de lo que se denomina la “agenda de género”.


Esta agenda de género se implementa en los países occidentales sin un debate democrático previo, sin aprobación ciudadana y muchas veces al margen del consenso parlamentario. Su objetivo último va más allá de la mera inclusión de nuevos derechos: busca sustituir la antropología de raíz judeocristiana que ha sostenido históricamente a las sociedades occidentales.


Para consolidarse, toda ideología necesita desarticular la tradición cultural que le precede. Es aquello que decía Khun de partir de la crisis para progresar. En el caso de Occidente, dicha tradición es el resultado de la fusión de tres grandes herencias:


-Atenas, que aportó la razón y la filosofía;

-Roma, que legó el derecho; y

-Jerusalén, que introdujo la visión moral y espiritual del cristianismo.


Esta tríada conformó una cosmovisión compartida, que dio lugar a un sistema de valores (sistema axiológico), una cultura y finalmente una civilización con fundamentos claros.


Cuando una ideología como la de género pretende imponerse, lo primero que busca es erosionar ese legado cultural, desmantelando sus referentes éticos, jurídicos y espirituales. Al hacerlo, socava las bases mismas de la civilización occidental para proponer un nuevo orden simbólico, centrado en la identidad individual autoconstruida y desvinculada de toda referencia objetiva o trascendente.


Ante la historia debe tenerse una narrativa muy crítica hacia los efectos de la Revolución Francesa, el Mayo del 68 y la ideología de género, enmarcándolos dentro de un proceso histórico que busca desmantelar el sistema axiológico cristiano occidental, es decir, los valores morales heredados de la tradición cristiana y grecolatina.


La Revolución Francesa se entendería como una ruptura cosmovisional (1789). Se considera un punto de quiebre con la visión teológica del mundo: Dios, hombre y universo. Aunque derrocó el Antiguo Régimen, no logró destruir completamente los valores morales tradicionales (ley natural): robar seguía estando mal, el adulterio no se aceptaba socialmente, etc. La cosmovisión cristiana cayó, pero el sistema axiológico pervivió en parte.


El Mayo Francés (1968) se entendería como una segunda fase. Interpretado como una “segunda Revolución Francesa” que sí habría logrado lo que la primera no: demoler el sistema axiológico occidental. Introdujo elementos clave como la huida del realismo con la consolidación del relativismo, la destrucción de la tradición dentro de una necesidad de inventar nuevos valores, una segunda revolución sexual que viene a marcar la erosión de normas familiares y sexuales; y la erosión de la autoridad tanto en tema de familia, escuela, como de Iglesia.


Hay que advertir la diferencias entre revolución y revuelta, señalandoel Mayo del 68 fue más una revuelta cultural que una revolución formal, pues:


-No fue planificada desde el poder (fue “de abajo hacia arriba”).

-No fue violenta como otras revoluciones históricas.

-Fue breve, aunque con profundas consecuencias culturales.


Por ota parte estaría la influencia eclesial y crítica intraeclesial. La Iglesia Católica también fue permeada por esta crisis de autoridad. El cambio litúrgico tras el Concilio Vaticano II es considerado una revolución no pedida por los fieles, sino impulsada desde arriba. Se critica la renuncia a ejercer la autoridad pastoral como una raíz de muchos problemas internos.


Ideología de género y nuevo orden mundial


Se presenta a la ideología de género como heredera directa del Mayo del 68, afirmándose que pretende cancelar la antropología cristiana para crear un "hombre nuevo", concepto de raíz marxista; y es aquí donde se introduce la tesis del maridaje entre:


-Neomarxismo cultural (ideología de género, relativismo).

-Metacapitalismo (globalismo, poder financiero centralizado).


Se menciona al Club Bilderberg como un actor clave en esta fusión de intereses desde los años 70, con el objetivo de construir:


-Un nuevo orden mundial.

-Un nuevo ser humano.

-Una nueva religión mundial, sincretista y funcional al poder.

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