Ya ha transcurrido casi un cuarto del siglo XXI y es evidente que en estos años se han producido grandes transformaciones socioculturales y económicas: medicina, vivienda, alimentación, transportes… Importantes avances que han cambiado la manera en que interactuamos y entendemos el mundo en múltiples áreas de la vida humana. Los adelantos tecnológicos han sido extraordinarios, desde la biotecnología, la robótica o la nanotecnología hasta la inteligencia artificial, introduciendo soluciones innovadoras, no exentas, en ocasiones, de debates éticos y riesgos futuros, como el empleo o la relación entre humanos y máquinas. Además, la tecnología ha revolucionado el comercio y la economía; si bien, la brecha de la desigualdad sigue aumentando. Una emergente tecnología y economía que tratan de equilibrar el progreso con el cuidado del medioambiente, siendo aún su asignatura pendiente.
En estrecha relación con lo comentado, el ámbito cultural presenta una globalización que ha contribuido al intercambio de ideas, enriqueciendo y favoreciendo la vida cotidiana; sin embargo, también despierta inquietudes sobre la homogenización y el posible deterioro de la propia identidad, ligada a las tradiciones y costumbres. Igualmente, el siglo XXI ha traído consigo importantes cambios en el plano social, con un aparente acercamiento en las relaciones humanas.
Las redes sociales han facilitado la conexión entre personas sin importar el tiempo ni la distancia, ofreciendo nuevas formas de comunicación; un fenómeno no exento de cuestionamientos sobre la autenticidad de los vínculos, la privacidad y los efectos en la salud mental. Así, a pesar de estos avances tecnológicos, científicos o sociales, los progresos en relación a cuestiones humanitarias parecen quedarse retrasados. Podríamos pensar que existe una mayor conciencia global sobre la pobreza, las desigualdades, el reparto del agua, los alimentos, las crisis migratorias, las guerras, los refugiados…, pero los problemas persisten y, en algunos casos, se han agravado. Ni la experiencia acumulada a lo largo de los siglos, ni los movimientos sociales, que han ganado fuerza amplificando voces antes marginadas y promoviendo debates sobre derechos humanos, diversidad e igualdad, han logrado mejorar esta situación. Algunos problemas parecen resueltos, a la vista de lo que se oye a nuestro alrededor. A veces, creemos que todas las personas son igual de sensibles sobre determinados temas y que pensarían y actuarían de la misma forma ante una complicada situación.
Pero, la realidad no siempre coincide con lo que parece o con lo que imaginamos. Si nos centramos en la integración de las personas con discapacidad intelectual, el tema sigue siendo un reto importante para nuestra sociedad. Es cierto que se han logrado significativos avances, pero en muchos casos insuficientes para el momento en el que nos encontramos. En ocasiones oímos a personajes mediáticos o políticos con un discurso muy humano y sensible, defendiendo al indefenso y poniéndose del lado del débil, algo que conmueve a la opinión pública y hace que estos “bienhechores” logren un mayor número de seguidores y de apoyos. A veces, descubrimos que esos brotes de bondad o de piedad solo se producen ante un micrófono o frente a una cámara de televisión. He podido comprobar que las administraciones y organismos responsables con frecuencia eluden sus obligaciones y no brindan el apoyo necesario a estas personas en situación de desventaja social, dejándolas a ellas, a sus familias y a los profesionales con los que se relacionan, en una situación muy comprometida.
Recurriré a mi experiencia profesional y pondré como ejemplo la realidad que vive, curso tras curso, mi buen amigo Juan Carlos, orientador en un centro oficial de Adultos de la Comunidad de Madrid. Parte de su trabajo es la atención a alumnado con discapacidad intelectual (algunos, además, con discapacidad psíquica), a quienes enseña y prepara para su integración social y su inserción en el mundo laboral. Como parte de su formación y siguiendo el programa oficial, estos estudiantes deben realizar prácticas de aproximadamente un mes en un centro o una empresa pública o privada, donde puedan aplicar de manera práctica los conocimientos adquiridos en el aula. Durante estas prácticas, tienen la oportunidad de desempeñar tareas administrativas o colaborar en labores de apoyo: control de acceso, recepción y distribución de materiales o correspondencia, reprografía, atención telefónica, etc. Lo primero que llama la atención es que son los propios profesionales de estos centros de estudios quienes tienen que buscar, en algunos casos recurriendo a favores personales, los centros de trabajo donde sus alumnos y alumnas completen su formación. Esto contrasta con la falta de iniciativa por parte de la Administración Educativa, en este caso concreto de la Dirección Territorial de Madrid, que no proporciona un listado de lugares apropiados para realizar estas prácticas, previamente establecido mediante convenios y acuerdos con organismos y empresas.
Asumida la referida tarea por parte de dichos profesionales (porque no queda otra), lo segundo que llama la atención es como son numerosos y sorprendentes los lugares que dicen no y cierran su puerta. Recuerdo como a mí, en un colegio de Primaria donde ejercía como maestro de niños y niñas con discapacidad intelectual, el director me dio una respuesta negativa alegando que los conserjes le habían expresado: “a ver si nos vamos a meter en un lío”. Pero es todavía más sorprendente saber que a Juan Carlos le han dicho que no en centros específicos de educación especial (públicos y privados), y hasta en la propia Dirección Territorial de Educación.
Esta lamentable situación solo se consigue salvar gracias al esfuerzo de los profesionales que trabajan con estas personas, en muchas ocasiones fuera de sus funciones asignadas, y al respaldo de individuos cercanos y sensibles a esta realidad debido a experiencias personales, como tener un ser querido en esta circunstancia. Estas personas, movidas por la empatía y la necesidad, se convierten en los verdaderos pilares de apoyo, mientras que las instituciones se quedan rezagadas. A veces, nos alegramos que existan ciertas fundaciones que gestionan el tema con óptimos resultados, y podemos verlas en anuncios televisivos, calendarios u otros medios publicitarios. Pero al profundizar y conocer algo más sobre esas “ejemplares” fundaciones descubrimos que detrás hay personajes con cierto poder económico y mediático que tienen un familiar con discapacidad y, por ello, son especialmente sensibles a la necesidad de una justa integración social para estas personas.
La falta de recursos adecuados, políticas inclusivas efectivas y sensibilización entre los organismos públicos son frenos que dificultan la verdadera integración de este colectivo. La consecuencia es una desigualdad que limita las oportunidades educativas, laborales y sociales de las personas con discapacidad intelectual. Es fundamental que las administraciones asuman su responsabilidad y trabajen junto con las familias y los expertos para crear entornos más inclusivos. Solo con un compromiso real se podrá garantizar que cada individuo, sin importar sus capacidades, tenga la oportunidad de vivir con dignidad y formar parte activa de la sociedad, sin que sea mirado desde la distancia, con superioridad o lástima.
Los problemas humanitarios requieren más que discursos políticos o presupuestos económicos temporales. Necesitan voluntad y compromiso real de las administraciones, las empresas y la sociedad en general. Solo entonces podremos afirmar que los avances del siglo XXI evolucionan de manera favorable y en armonía en todos sus ámbitos, incluidos los relacionados con la integración de las personas con discapacidad intelectual.
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