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​La cabeza en los pies

Emmanuel Rueda Girondo, Vigo
Lectores
miércoles, 5 de marzo de 2025, 14:01 h (CET)

Las raíces de las plantas tienen gravedad positiva. Porque crecen hacia abajo. Con la fuerza de la gravedad. Los tallos crecen hacia arriba. Al contrario de la fuerza de gravedad. Por eso tienen gravedad negativa. Las lechugas, las sequoias y los baobas crecen hacia arriba. Todo lo que necesitan para vivir. En ciertas personas ocurre algo similar. Está estudiado. El cerebro de Trump hace tiempo que no está en su cabeza. Está descendiendo por su cuerpo sin parar en el corazón. Sería demasiado romántico. En estos momentos Trump tiene la cabeza en los pies. Literalmente. Y no es nada fácil pensar con la cabeza en los pies. Sólo algunos futbolistas lo han logrado. Éstos que conducen deportivos y se casan cada dos años con una modelo. Decidir el rumbo del mundo pensando con los pies es difícil. Por eso Trump planea pistas de esquí en Groenlandia, turismo de yates en Palestina y tirolinas  cruzando Ucrania para llegar a las playas de Crimea. Todo esto porque la cabeza de Trump está en sus pies. Su cerebro se ve arrastrado por la gravedad irreversiblemente. Y todo lo que dice cuando se levanta le sale de los pies. Y está demostrado que los pies por si mismos , no tienen mucha capacidad de raciocinio.

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Cuando Donald J. Trump regresó a la contienda electoral con la promesa de endurecer su política comercial, pocos anticiparon la magnitud del nuevo paquete arancelario que marcaría su segundo mandato como un episodio económico lamentable y sin precedentes.

Someter a la política al principio de racionalidad por la vía del Derecho, fue uno de los logros del sistema político moderno. Por otro lado, el hombre común pasó a ocupar un lugar en la toma de decisiones políticas, en cierta forma para dejar constancia tanto de su nuevo papel como persona y como ciudadano.

Hay dolores que no se ven, pero que se sienten hasta los huesos. Dolor que no se expresa, que no se llora, que no se dice en voz alta porque “hay que seguir adelante”, porque “no es tan grave”, porque “otros están peor”. Ese dolor —el que se traga y no se digiere— no desaparece: se instala en el cuerpo, en lo profundo, y un día, cuando menos lo esperas, empieza a hablar por su cuenta.

 
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