En un ambiente tradicionalmente cristiano es normal que la gente asista cada domingo a misa. Es la norma general que supone una participación peligrosamente rutinaria y, somos conscientes, de la rutina a ir dejando de cumplir hay un paso. Sobre todo cuando el ambiente social ya no es precisamente cristiano en nuestra sociedad.
Cumplir con una obligación, así sin más, es muy distinto que entender, profundizar hasta donde es posible en el misterio. Porque no podemos dejar de lado que cuando se trata de la misa, de la celebración eucarística, estamos ante el misterio central de la vida cristiana. Libros y libros se han escrito, pero además de los conocimientos que aporta la doctrina cristiana, es imprescindible la fe.
Jesús fue un hombre que vivió hace más de veinte siglos en Israel, y la fe nos dice que es Dios, que vino al mundo para conseguirnos la Gracia necesaria para poder alcanzar la salvación eterna. Se ofreció voluntariamente en sacrificio redentor, por cada uno de nosotros y, en la Última Cena, que celebró solemnemente con sus discípulos, adelantó el modo de renovar su sacrificio, lo que luego sería la misa. “Haced esto en memoria mía”, les dijo a los apóstoles que estaban con Él. Y eso hacemos.
Por eso debemos pararnos de vez en cuando a meditar lo que ocurre cada día -o cada domingo- cuando participamos en la Santa Misa, especialmente cuando comulgamos. Él ha querido quedarse como alimento: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. Cada día, cada domingo, en miles y miles de iglesias de todo el mundo, se renueva desde entonces, y sin interrupción ninguna, esa invitación de Jesucristo.
Es importante pararse de cuando en cuando para profundizar en estas verdades, en lo que podemos entender, en nuestro corazón. Dios ha querido morir por nosotros para redimirnos y ha hecho todo para que participemos constantemente en su sacrificio redentor a través del sacrificio del altar.
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