Soy de Valladolid, del mismo Pucela. Lo digo sin vanagloria de ningún tipo; pero, también, sin vergüenza, porque no me considero ni mejor ni peor persona que cualquier otro español, española o “españole” (ni “hombro”, “hombra” u hombre de ninguna otra latitud), ni por origen geográfico ni por el bagaje histórico supuestamente acumulado en cualquier lugar de procedencia, que, por otra parte, para los más apegados al terruño, suele ser una versión pseudohistórica edulcorada, fantástica y, como mandan los cánones, heroica de la verdad.
Comento todo esto, porque hace unos días conocí la intención de Unión del Pueblo Leonés (UPL) —un partido político, según se podrá apreciar por sus propuestas, “subregionalista” o “subnacionalista”— de que lo que califican sus militantes y simpatizantes como León —a saber, la provincia del mismo nombre, y las de Zamora y Salamanca— se separe del resto de las provincias de la autonomía conocida como Castilla y León, para formar una Comunidad Autónoma propia. Para ello, según he podido entender, fundamenta su propuesta en dos hechos que sus miembros consideran históricos: el más reciente, que, cuando se establecieron las Comunidades Autónomas, al pueblo leonés no se le preguntó si quería formar parte de una misma entidad política junto con el supuesto pueblo castellano; la otra —de la que bebe esta que acabo de exponer—, que León fue históricamente un reino independiente, para más señas, fundador de la monarquía hispánica y origen de la gloriosa Reconquista.
En cuanto a los argumentos, no creo que merezca la pena extenderse demasiado, si acaso, dos pinceladas: el origen del reino de León no es sino una expansión del de Asturias, que pasa a tomar ese nombre cuando la capital se traslada de Oviedo a León, tras el reinado de Alfonso III de Asturias (cuyo hijo, García I, ya se intitulaba de León, aunque, entre sus posesiones estaban, además, Castilla y Álava), a medida que avanzaba la Reconquista. De forma tal que, independientemente del nombre, no hay historia propiamente diferenciada de castellanos y de leoneses, por así decirlo. Los períodos de subordinaciones políticas o nominales de un tipo u otro, fruto de la partición de herencias y de la violencia que estas generaron, terminó con la reunificación definitiva de los reinos de León y de Castilla con Fernando III, rey de Castilla. Este reunificó en un solo reino los dos territorios, consolidados como reino de Castilla por su hijo, Alfonso X de Castilla, apodado “El Sabio”, cuyo abuelo, Alfonso IX de León, creó el Studium Generale, germen de la futura Universidad de Salamanca, título que le fue otorgado por el propio Alfonso X.
No fue hasta 1833, bajo la regencia de María Cristina de Borbón, con la provincialización de España (que, en estas nueve provincias nuestras, enraizó con fuerza como provincianismo), cuando vuelve a hablarse de León como región, aunque tan solo como denominación sin trascendencia político-administrativa ninguna (más allá de las épicas menciones en la enciclopedia Álvarez, al igual que las que se hacen a Castilla la Vieja), situación que se ha mantenido hasta la llegada de la democracia del 78, con la Creación de las Comunidades Autónomas, en que, como es sabido, se constituye la Comunidad Autónoma de Castilla y León. Y esto da pie para comentar la segunda de las quejas antes mencionadas: no se preguntó al pueblo leonés. La cuestión es obvia, creo yo: ¿quién o qué es el pueblo leonés? Porque, como se ha señalado, por historia es complicado discernirlo. A no ser que los actuales “leonesistas” quieran remontarse a la segunda mitad del siglo IX —en cuyo caso, habría de hablarse, si acaso, de reino astur-leonés—, que piensen que tienen una lengua propia (solo que reprimida, claro; por eso no hay conciencia general de ella) y que consideren que Covadonga debería ser algo compartido, una patria espiritual, como Jerusalén; pero no sé qué pensarían los asturianos (vaya usted a saber, a lo mejor esto ha sido el detonante —ante el temor de una posible invasión leonesa— para ingeniar una lengua autóctona con dialectalismos de aquí y de allá, un patchwork lingüístico, que los políticos y sus beneficiados denominan Llingua Asturiana), aunque cabe que la UPL los convenza de que son leoneses, pero están mal informados.
El caso es que los secesionismos, me parece —tan vivos en este momento, sobre todo por el aliento de la “hiprogresía” dominante—, acaban teniendo, además de los primarios, efectos secundarios en el resto del país, que, en estas tierras nuestras tan marcadas por el aprecio a todo lo agroganadero, acaban traduciéndose en un “quien no llora no mama”; es decir, en un “paletismo” ancestral (alimentado, casi siempre, por fantasiosas y fatuas injusticias y afrentas seculares) no carente de intereses politiqueros de los que se muñen en ateneos de provincia o similares entre los que aspiran al pastoreo, no con cayado, sino con hechos diferenciales. No sé. En ocasiones pienso que cuando, desde el cielo, se decidió repartir necedad entre los hombres (sabe Dios por qué), al sobrevolar España, a alguien se le cayó una buena parte de la carga. Y es que, por si fuéramos pocos, al nacionalismo periférico decimonónico extractivo se le empieza a unir ahora el “Chusquismo” de interior, para que haya una variada oferta de “pluriestupidez”, que todo lo “pluri” enriquece.
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