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Si de mí dependiera, mandaría a tomar por culo todas las obras y empresas corporativas de la Iglesia o “con ideario cristiano”, en las que lo único que queda es una apariencia cristiana bajo la que se refugian unos cuantos inútile

Rentabilidad apostólica

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Se supone que todos los cristianos somos apóstoles, palabra griega que significa “enviado”, lo que no quiere decir que forzosamente tengamos que irnos a África o a Japón a convertir a los paganos, sino que, viviendo “en Cristo”, en el Corazón de Cristo, somos enviados espiritualmente al corazón de los demás hombres para que estos abran las puertas de sus corazones a Cristo.

Yo creo que esto lo entendieron perfectamente los primeros cristianos, que espontáneamente comunicaron el evangelio– evangelizaron– a quienes tenían al lado, sin hacerse planteamientos complejos. Para mí el paradigma de apostolado cristiano es el llevado a cabo por el diácono Felipe con el eunuco etíope, narrado en el capítulo 8 de los Hechos de los Apóstoles. Nada de complicaciones, nada de eventos ni montajes. Simplemente un cristiano que le explica la Escritura a otro. Y punto. Gasto total de la acción apostólica: cero euros; o cero dracmas o cero sextercios. Es decir, gasto cero, con un rendimiento total, porque el eunuco se hizo cristiano.

No se si algún lector cristiano que me lea ahora ha experimentado esto mismo. Yo, sí. En algunas ocasiones de mi vida, quizá no con una sola conversación, pero sí con varias, he tenido la oportunidad de ayudar a alguna persona en mi condición de cristiano, es decir, de apóstol, y he intentado meter a Cristo en su corazón. Y algunas veces, por la gracia de Dios, lo he conseguido. Quizá no me ha salido tan barato como le salió al diácono Felipe, porque ha habido por medio algunos cafés o algunas comidas, pero ha sido poco el gasto, comparado con meter a Cristo en el corazón de algunas personas. Buena rentabilidad. Al fin y al cabo, el apostolado cristiano se reduce a comunicar, esto es, a hablar, hablar y hablar. Y a ello, añadir el lenguaje no verbal de vivir la caridad, por el que se demuestra que ese hablar y hablar no es un faroleo, sino que el amor de Dios va en serio.

Este planteamiento tan sencillo es el que había en los comienzos del cristianismo. Nada de edificios, nada de patrimonio inmobiliario, nada de centros educativos a todos los niveles, nada de hospitales, nada de fundaciones, nada de empresas católicas, nada de obras corporativas, nada de eventos grandilocuentes y de masas, nada de montajes.

Tras una primera etapa de persecución, la Iglesia amaneció en el año 313 con el Edicto de Milán. Hasta ese momento, el apostolado cristiano había utilizado dos medios de comunicación “gratis”: las vías romanas y las vías marítimas sobre el Mediterráneo. Bueno, eso de decir que eran gratis, es un decir: les costarían los impuestos, como a todo el mundo. Pero bueno, eran medio gratis. A ello se añadía un factor fundamental: La caridad, que se manifestaba en el amor, en la simpatía, en la amabilidad, en la empatía. Con esos tres elementos, los cristianos de los tres primeros siglos se “merendaron” el imperio romano, hicieron cristianos a medio mundo, por todas partes, con una alta rentabilidad entre lo gastado y lo conseguido.

A partir del Edicto de Milán, ya las cosas no fueron igual: acumulación de patrimonio, coqueteo con el poder político, ceremonias, eventos, empresas corporativas, etc. Los siglos posteriores han sido una continua tensión entre esas riquezas y la voz de la conciencia de algunos cristianos que han querido vivir como en los orígenes, de tal manera que cuando ha habido instituciones que se han ido al carajo, en ese suceso siempre ha habido una causa de tipo económico o una pérdida de vista de que la rentabilidad apostólica se mide por las conversiones del corazón de las personas, y no por otros parámetros.

Hoy día, después de veintiún siglos, no aprendemos. Hay en la Iglesia muchas instituciones cuya finalidad última es– o debería ser– la conversión de los corazones de las personas que acuden a esas instituciones. Sin embargo esa finalidad queda ya muy desdibujada, pues en tales instituciones, quienes trabajan en ellas, se dispersan en otras finalidades distintas, se dejan llevar de una burocracia organizativa, realizan eventos muy monos pero poco rentables apostólicamente en los que dedican montones de horas– que a la postre son inútiles– como si fueran gestores de una ONG.

Como esas instituciones dan trabajo a no poca gente del sistema (es decir, de la sociología eclesiástica), cada vez es más necesario allegar medios económicos para esas instituciones (el apostolado, aparte de unos pobres resultados en conversión de corazones, empieza a resultar caro), por lo que se empieza a crear en torno a ellas un complicado aparato económico financiero de fundaciones y empresas especializadas en optimización fiscal y en captación de herencias de viudas ricas, que siempre han sido un chollo para todo tipo de montajes eclesiales grandilocuentes.

El resultado de todo esto son unos monstruos eclesiales mamotréticos que, a modo de pesebre, dan de comer a unos supuestos evangelizadores que le salen a la Iglesia más caros que un hijo tonto, pero que en cuanto a la comunicación del evangelio no dan un palo al agua porque se han convertido en meros funcionarios eclesiales que ya no saben qué es hablar de Cristo al corazón de un pariente o amigo, en una conversación íntima que, además, sería gratis.

Si de mí dependiera, mandaría a tomar por culo todas las obras y empresas corporativas de la Iglesia o “con ideario cristiano”, en las que lo único que queda es una apariencia cristiana bajo la que se refugian unos cuantos inútiles, que exhibiendo de una manera más o menos abierta su condición de católicos, obtienen el puesto de trabajo al que serían incapaces de acceder si de mérito y capacidad se tratase, en igualdad de oportunidades con otros no católicos, pero profesionalmente más competentes que ellos.

Y lo peor de todo esto es que los grandes fastos y eventos de estas instituciones se presentan a si mismos como muestra de esplendor cristiano, cuando el esplendor cristiano está en esa oveja perdida que es recuperada mientras las noventa y nueve restantes están en el aprisco.

Rentabilidad apostólica

Si de mí dependiera, mandaría a tomar por culo todas las obras y empresas corporativas de la Iglesia o “con ideario cristiano”, en las que lo único que queda es una apariencia cristiana bajo la que se refugian unos cuantos inútile
Antonio Moya Somolinos
sábado, 6 de agosto de 2016, 12:23 h (CET)
Se supone que todos los cristianos somos apóstoles, palabra griega que significa “enviado”, lo que no quiere decir que forzosamente tengamos que irnos a África o a Japón a convertir a los paganos, sino que, viviendo “en Cristo”, en el Corazón de Cristo, somos enviados espiritualmente al corazón de los demás hombres para que estos abran las puertas de sus corazones a Cristo.

Yo creo que esto lo entendieron perfectamente los primeros cristianos, que espontáneamente comunicaron el evangelio– evangelizaron– a quienes tenían al lado, sin hacerse planteamientos complejos. Para mí el paradigma de apostolado cristiano es el llevado a cabo por el diácono Felipe con el eunuco etíope, narrado en el capítulo 8 de los Hechos de los Apóstoles. Nada de complicaciones, nada de eventos ni montajes. Simplemente un cristiano que le explica la Escritura a otro. Y punto. Gasto total de la acción apostólica: cero euros; o cero dracmas o cero sextercios. Es decir, gasto cero, con un rendimiento total, porque el eunuco se hizo cristiano.

No se si algún lector cristiano que me lea ahora ha experimentado esto mismo. Yo, sí. En algunas ocasiones de mi vida, quizá no con una sola conversación, pero sí con varias, he tenido la oportunidad de ayudar a alguna persona en mi condición de cristiano, es decir, de apóstol, y he intentado meter a Cristo en su corazón. Y algunas veces, por la gracia de Dios, lo he conseguido. Quizá no me ha salido tan barato como le salió al diácono Felipe, porque ha habido por medio algunos cafés o algunas comidas, pero ha sido poco el gasto, comparado con meter a Cristo en el corazón de algunas personas. Buena rentabilidad. Al fin y al cabo, el apostolado cristiano se reduce a comunicar, esto es, a hablar, hablar y hablar. Y a ello, añadir el lenguaje no verbal de vivir la caridad, por el que se demuestra que ese hablar y hablar no es un faroleo, sino que el amor de Dios va en serio.

Este planteamiento tan sencillo es el que había en los comienzos del cristianismo. Nada de edificios, nada de patrimonio inmobiliario, nada de centros educativos a todos los niveles, nada de hospitales, nada de fundaciones, nada de empresas católicas, nada de obras corporativas, nada de eventos grandilocuentes y de masas, nada de montajes.

Tras una primera etapa de persecución, la Iglesia amaneció en el año 313 con el Edicto de Milán. Hasta ese momento, el apostolado cristiano había utilizado dos medios de comunicación “gratis”: las vías romanas y las vías marítimas sobre el Mediterráneo. Bueno, eso de decir que eran gratis, es un decir: les costarían los impuestos, como a todo el mundo. Pero bueno, eran medio gratis. A ello se añadía un factor fundamental: La caridad, que se manifestaba en el amor, en la simpatía, en la amabilidad, en la empatía. Con esos tres elementos, los cristianos de los tres primeros siglos se “merendaron” el imperio romano, hicieron cristianos a medio mundo, por todas partes, con una alta rentabilidad entre lo gastado y lo conseguido.

A partir del Edicto de Milán, ya las cosas no fueron igual: acumulación de patrimonio, coqueteo con el poder político, ceremonias, eventos, empresas corporativas, etc. Los siglos posteriores han sido una continua tensión entre esas riquezas y la voz de la conciencia de algunos cristianos que han querido vivir como en los orígenes, de tal manera que cuando ha habido instituciones que se han ido al carajo, en ese suceso siempre ha habido una causa de tipo económico o una pérdida de vista de que la rentabilidad apostólica se mide por las conversiones del corazón de las personas, y no por otros parámetros.

Hoy día, después de veintiún siglos, no aprendemos. Hay en la Iglesia muchas instituciones cuya finalidad última es– o debería ser– la conversión de los corazones de las personas que acuden a esas instituciones. Sin embargo esa finalidad queda ya muy desdibujada, pues en tales instituciones, quienes trabajan en ellas, se dispersan en otras finalidades distintas, se dejan llevar de una burocracia organizativa, realizan eventos muy monos pero poco rentables apostólicamente en los que dedican montones de horas– que a la postre son inútiles– como si fueran gestores de una ONG.

Como esas instituciones dan trabajo a no poca gente del sistema (es decir, de la sociología eclesiástica), cada vez es más necesario allegar medios económicos para esas instituciones (el apostolado, aparte de unos pobres resultados en conversión de corazones, empieza a resultar caro), por lo que se empieza a crear en torno a ellas un complicado aparato económico financiero de fundaciones y empresas especializadas en optimización fiscal y en captación de herencias de viudas ricas, que siempre han sido un chollo para todo tipo de montajes eclesiales grandilocuentes.

El resultado de todo esto son unos monstruos eclesiales mamotréticos que, a modo de pesebre, dan de comer a unos supuestos evangelizadores que le salen a la Iglesia más caros que un hijo tonto, pero que en cuanto a la comunicación del evangelio no dan un palo al agua porque se han convertido en meros funcionarios eclesiales que ya no saben qué es hablar de Cristo al corazón de un pariente o amigo, en una conversación íntima que, además, sería gratis.

Si de mí dependiera, mandaría a tomar por culo todas las obras y empresas corporativas de la Iglesia o “con ideario cristiano”, en las que lo único que queda es una apariencia cristiana bajo la que se refugian unos cuantos inútiles, que exhibiendo de una manera más o menos abierta su condición de católicos, obtienen el puesto de trabajo al que serían incapaces de acceder si de mérito y capacidad se tratase, en igualdad de oportunidades con otros no católicos, pero profesionalmente más competentes que ellos.

Y lo peor de todo esto es que los grandes fastos y eventos de estas instituciones se presentan a si mismos como muestra de esplendor cristiano, cuando el esplendor cristiano está en esa oveja perdida que es recuperada mientras las noventa y nueve restantes están en el aprisco.

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