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Dos líneas para sentar sentencia en un fogonazo de halógeno que convierte toda una vida en un mero espectáculo de segundos. Es el nuevo periodismo, la nueva cultura que nos invade y que nos hace, precisamente, más incultos

​El mejor de la historia: el fotograma vigésimo quinto

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No hay camino peor que el aburrimiento para terminar encontrando hechos inusitados. Llevado por mi hastío frente al televisor comienzo a hacer zapping, ese deporte sedentario tan típico de los entrados en años. Y en una de esas expediciones indolentes termino por arribar en un programa que se emite en La 1 de Radio Televisión Española. Al pasar por la parrilla televisiva me aparece en pantalla los rostros de, nada más y nada menos, que Cervantes, Lorca, Isabel la Católica y Ramón y Cajal. Quedo sorprendido, un programa en prime time hablando de cultura, historia y ciencia. Hecho el ancla y tomo aposento, como cual navegante que llega exhausto a un puerto de mar. Presto atención sobre la proyección de esos hombres que han dedicado su vida a las letras y las ciencias, a combatir la incultura en cada una de sus novelas o en cada uno de sus actos teatrales;la grandeza de la reinade Castilla que tuvo la osadía de confiar en Cristóbal Colón para descubrir un nuevo mundo cuando todos los demás reinos, lo menospreciaban; o la pericia de un científico que dedicó su vida adentrarse en los complicados vericuetos del mundo de la neurociencia.


Andrea Piacquadio


El programa avanza y su ínclita y bella presentadora, Silvia Intxaurrondo, hace gala de sus dotes interpretativas adoptando poses de silencios y rezos a modo de crear tensión en las votaciones. Mientras tanto, acuden al estrado varios defensores de cada uno de los personajes representados de lo que ha dado en llamar «El mejor de la Historia». Profesores y representantes del mundo de las artes y las ciencias que, en menos de treinta segundos, van a resumir al pueblo llano porqué su representado es el que merece el título. Treinta segundos para resumir años de peripecias, esfuerzos, obras e investigaciones. A buen entendedor pocas palabras bastan. Es la moda de las redes sociales, del Facebook, del Twiter o X, del TikTok o Instagram, para expresar en dos líneas años de sabiduría, de virtudes y desdichas. Dos líneas para sentar sentencia en un fogonazo de halógeno que convierte toda una vida en un mero espectáculo de segundos. Es el nuevo periodismo, la nueva cultura que nos invade y que nos hace, precisamente, más incultos. Ya no se necesitan ni tan siquiera esos quince minutos de gloria a los que aludía Warhol, ahora tan solo es necesario treinta segundos o dos líneas para elevar a la categoría de irrefutable un periodismo de impacto. Esa clase de ignorancia, cubierta por un falso barniz de cultura, de la que tan amigos son los políticos. No cabe duda, y la historia así nos lo ha demostrado, que cuanto más necio sea un pueblo más fácil es de manipular. El gobierno de la necia mayoría. Ese que rechazaba Platón y que así manifestó Karl Popper en su ensayo El influjo de Platón.


Y es aquí donde llega mi sobresalto. Ese programa maquillado con un afeite de ilustración queda diluido por el juego mezquino de los intereses de la propaganda barata, metida a capón. Fotograma a fotograma. De la misma manera que en mis años de juventud se metía la publicidad de Coca Cola en la proyección de los anuncios entre las películas de sesión continua de las salas de cine.


Intxaurrondo, barriga agradecida, nos ha metido el fotograma número veinticinco. Aquel que queda en la memoria de manera subliminal sin que el espectador sea consciente de que se acaba de envenenar su mente, bien para que se tome una Coca Cola en el descanso o bien para limpiar la imagen de algún personaje cuya vanidad supera cualquier límite.Una sucesión de imágenes pasa por delante de nuestra retina. Personajes de la talla de Antonio Machado, Cervantes, Goya, Lope de Vega, Severo Ochoa, Manuel Azaña, Hernán Cortés… Y varios individuos calificados como jurados de la nada, se permiten hacer juicios demagogos sin tener en cuenta el momento histórico, el esfuerzo por sobrevivir, las circunstancias de una época, los condicionamientos económicos, los regímenes políticos, las condiciones sociales y vitales de cada uno de los personajes que son juzgados desde la poltrona televisiva de la estulticia.


Pero lo curioso de todo es, tal y como mencionaba anteriormente, la aparición de ese fotograma veinticinco. La imagen de un personaje que, de repente, sale en mitad de la pantalla, justo en el punto del plano donde se dirige instintivamente la mirada, con el aderezo alrededor de individuos como Azaña, Lorca, o el rey emérito, competidores nada más y nada menos que de Isabel la Católica o Cristóbal Colón. Y ahí nos aparece él. Con su sonrisa profidén, con su destello de luz, si pose de gallo en pasarela rodeado de mujeres auto liberadas que revolotean en el corral al lado del Ave Fénix.


Quizá Manuel Azaña no supo hacerlo, posiblemente porque estaba más preocupado de sus charlas en el Ateneo o de llevar a cabo una política en favor de una educación pública y gratuita, que de su imagen. Pero en el siglo XXI, en el mundo de los destellos de las redes sociales y de la ignorancia de entrevistados que ni saben quién es Cervantes, cómo va a haber alguien que se interese por un gordito mofletudo al que rechaza la fotogenia. Hoy en día la imagen es todo y él, el fotograma veinticinco lo sabe, Qué importa la sabiduría, ni los conocimientos, ni la ética, ni la verdad. Qué importan aquellas meditaciones de Marco Aurelio, del emperador estoico, para quién «uno debe admirarse por las cosas que puede y debe controlar: tu sinceridad, tu gravedad, tu paciencia, tu diligencia, tu desprecio por los placeres, tu corazón que nunca se aparta del destino, tu contentamiento con poco, tu libertad, tu buen carácter, tu temperamento, tu hablar sin solicitud de lo superfluo y tu verdadera grandeza de ánimo».


Vivimos otros tiempos y otros mundos donde poco importa actuar por responsabilidad y obligación. Donde lo que se ha convertido en prioritario es el esfuerzo por beneficiarse a uno mismo al máximo. Cambiando de opinión cuanto sea necesario y vilipendiando esa verdad relativa al antojo del momento. Porque como dijo precisamente Marco Aurelio «un hombre debe estar siempre dispuesto a cambiar de opinión si hay alguien cerca que le corrija o le aleje de su perspectiva. Sin embargo, la única razón para este cambio de punto de vista debe ser un argumento persuasivo específico, como lo que es justo o ventajoso para todos, y no simplemente porque parezca agradable o mejore exclusivamente la reputación de uno».


Nada de eso se sostiene ya. El dinero y el poder lo ha corrompido todo. La necedad y la demagogia barata. La corrupción que asola a las instituciones. La imagen de una España descosida y tambaleante que se ha dejado arrastrar por el fogonazo maquiavélico del político y por su lenguaje que, como dijo Orwell, está diseñado únicamente para hacer que las mentiras suenen a verdades y que así sea respetable el crimen. Y todo ello amparado por periodistas cortesanos y costaleros filtradores de informaciones parásitas e interesadas.


Llegado a este punto solo me cabe preguntarme si Maxim Huerta, tan preocupado ahora por su librería, sería capaz de averiguar quién será el mejor de la Historia. De esta historia del siglo XXI que tristemente hemos confeccionado sobre el entelado de lo difuso, lo turbio y lo nebuloso. Probablemente la respuesta la tenga Intxaurrondo, gracias a su trapacero fotograma vigésimo quinto.

​El mejor de la historia: el fotograma vigésimo quinto

Dos líneas para sentar sentencia en un fogonazo de halógeno que convierte toda una vida en un mero espectáculo de segundos. Es el nuevo periodismo, la nueva cultura que nos invade y que nos hace, precisamente, más incultos
Vicente Manjón Guinea
martes, 2 de abril de 2024, 09:41 h (CET)

No hay camino peor que el aburrimiento para terminar encontrando hechos inusitados. Llevado por mi hastío frente al televisor comienzo a hacer zapping, ese deporte sedentario tan típico de los entrados en años. Y en una de esas expediciones indolentes termino por arribar en un programa que se emite en La 1 de Radio Televisión Española. Al pasar por la parrilla televisiva me aparece en pantalla los rostros de, nada más y nada menos, que Cervantes, Lorca, Isabel la Católica y Ramón y Cajal. Quedo sorprendido, un programa en prime time hablando de cultura, historia y ciencia. Hecho el ancla y tomo aposento, como cual navegante que llega exhausto a un puerto de mar. Presto atención sobre la proyección de esos hombres que han dedicado su vida a las letras y las ciencias, a combatir la incultura en cada una de sus novelas o en cada uno de sus actos teatrales;la grandeza de la reinade Castilla que tuvo la osadía de confiar en Cristóbal Colón para descubrir un nuevo mundo cuando todos los demás reinos, lo menospreciaban; o la pericia de un científico que dedicó su vida adentrarse en los complicados vericuetos del mundo de la neurociencia.


Andrea Piacquadio


El programa avanza y su ínclita y bella presentadora, Silvia Intxaurrondo, hace gala de sus dotes interpretativas adoptando poses de silencios y rezos a modo de crear tensión en las votaciones. Mientras tanto, acuden al estrado varios defensores de cada uno de los personajes representados de lo que ha dado en llamar «El mejor de la Historia». Profesores y representantes del mundo de las artes y las ciencias que, en menos de treinta segundos, van a resumir al pueblo llano porqué su representado es el que merece el título. Treinta segundos para resumir años de peripecias, esfuerzos, obras e investigaciones. A buen entendedor pocas palabras bastan. Es la moda de las redes sociales, del Facebook, del Twiter o X, del TikTok o Instagram, para expresar en dos líneas años de sabiduría, de virtudes y desdichas. Dos líneas para sentar sentencia en un fogonazo de halógeno que convierte toda una vida en un mero espectáculo de segundos. Es el nuevo periodismo, la nueva cultura que nos invade y que nos hace, precisamente, más incultos. Ya no se necesitan ni tan siquiera esos quince minutos de gloria a los que aludía Warhol, ahora tan solo es necesario treinta segundos o dos líneas para elevar a la categoría de irrefutable un periodismo de impacto. Esa clase de ignorancia, cubierta por un falso barniz de cultura, de la que tan amigos son los políticos. No cabe duda, y la historia así nos lo ha demostrado, que cuanto más necio sea un pueblo más fácil es de manipular. El gobierno de la necia mayoría. Ese que rechazaba Platón y que así manifestó Karl Popper en su ensayo El influjo de Platón.


Y es aquí donde llega mi sobresalto. Ese programa maquillado con un afeite de ilustración queda diluido por el juego mezquino de los intereses de la propaganda barata, metida a capón. Fotograma a fotograma. De la misma manera que en mis años de juventud se metía la publicidad de Coca Cola en la proyección de los anuncios entre las películas de sesión continua de las salas de cine.


Intxaurrondo, barriga agradecida, nos ha metido el fotograma número veinticinco. Aquel que queda en la memoria de manera subliminal sin que el espectador sea consciente de que se acaba de envenenar su mente, bien para que se tome una Coca Cola en el descanso o bien para limpiar la imagen de algún personaje cuya vanidad supera cualquier límite.Una sucesión de imágenes pasa por delante de nuestra retina. Personajes de la talla de Antonio Machado, Cervantes, Goya, Lope de Vega, Severo Ochoa, Manuel Azaña, Hernán Cortés… Y varios individuos calificados como jurados de la nada, se permiten hacer juicios demagogos sin tener en cuenta el momento histórico, el esfuerzo por sobrevivir, las circunstancias de una época, los condicionamientos económicos, los regímenes políticos, las condiciones sociales y vitales de cada uno de los personajes que son juzgados desde la poltrona televisiva de la estulticia.


Pero lo curioso de todo es, tal y como mencionaba anteriormente, la aparición de ese fotograma veinticinco. La imagen de un personaje que, de repente, sale en mitad de la pantalla, justo en el punto del plano donde se dirige instintivamente la mirada, con el aderezo alrededor de individuos como Azaña, Lorca, o el rey emérito, competidores nada más y nada menos que de Isabel la Católica o Cristóbal Colón. Y ahí nos aparece él. Con su sonrisa profidén, con su destello de luz, si pose de gallo en pasarela rodeado de mujeres auto liberadas que revolotean en el corral al lado del Ave Fénix.


Quizá Manuel Azaña no supo hacerlo, posiblemente porque estaba más preocupado de sus charlas en el Ateneo o de llevar a cabo una política en favor de una educación pública y gratuita, que de su imagen. Pero en el siglo XXI, en el mundo de los destellos de las redes sociales y de la ignorancia de entrevistados que ni saben quién es Cervantes, cómo va a haber alguien que se interese por un gordito mofletudo al que rechaza la fotogenia. Hoy en día la imagen es todo y él, el fotograma veinticinco lo sabe, Qué importa la sabiduría, ni los conocimientos, ni la ética, ni la verdad. Qué importan aquellas meditaciones de Marco Aurelio, del emperador estoico, para quién «uno debe admirarse por las cosas que puede y debe controlar: tu sinceridad, tu gravedad, tu paciencia, tu diligencia, tu desprecio por los placeres, tu corazón que nunca se aparta del destino, tu contentamiento con poco, tu libertad, tu buen carácter, tu temperamento, tu hablar sin solicitud de lo superfluo y tu verdadera grandeza de ánimo».


Vivimos otros tiempos y otros mundos donde poco importa actuar por responsabilidad y obligación. Donde lo que se ha convertido en prioritario es el esfuerzo por beneficiarse a uno mismo al máximo. Cambiando de opinión cuanto sea necesario y vilipendiando esa verdad relativa al antojo del momento. Porque como dijo precisamente Marco Aurelio «un hombre debe estar siempre dispuesto a cambiar de opinión si hay alguien cerca que le corrija o le aleje de su perspectiva. Sin embargo, la única razón para este cambio de punto de vista debe ser un argumento persuasivo específico, como lo que es justo o ventajoso para todos, y no simplemente porque parezca agradable o mejore exclusivamente la reputación de uno».


Nada de eso se sostiene ya. El dinero y el poder lo ha corrompido todo. La necedad y la demagogia barata. La corrupción que asola a las instituciones. La imagen de una España descosida y tambaleante que se ha dejado arrastrar por el fogonazo maquiavélico del político y por su lenguaje que, como dijo Orwell, está diseñado únicamente para hacer que las mentiras suenen a verdades y que así sea respetable el crimen. Y todo ello amparado por periodistas cortesanos y costaleros filtradores de informaciones parásitas e interesadas.


Llegado a este punto solo me cabe preguntarme si Maxim Huerta, tan preocupado ahora por su librería, sería capaz de averiguar quién será el mejor de la Historia. De esta historia del siglo XXI que tristemente hemos confeccionado sobre el entelado de lo difuso, lo turbio y lo nebuloso. Probablemente la respuesta la tenga Intxaurrondo, gracias a su trapacero fotograma vigésimo quinto.

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Utilizar al Rey como actor forzado en la escena final de su opereta y ni siquiera anunciar una moción de confianza prueban que este hombre buscaba - sin mucho éxito - provocar a los malos, al enemigo, a los periodistas y tertulianos que forman parte de ese imaginario contubernio fascista que le quiere desalojar del poder.

En bastantes ocasiones he escrito sobre este pobre hombre que preside, para desgracia de todos, el gobierno de España. Y otras tantas le he tachado de cateto (solo hay que ver cómo se contonea, para exhibir su supuesta guapura), también de plagiador (porque ha plagiado más de una vez) y de embustero (porque ha mentido en innumerables ocasiones).

El 30 de abril de 1935 el embajador mexicano en Río de Janeiro, el conocido escritor Alonso Reyes Ochoa, informaba al gobierno de Lázaro Cárdenas del súbito interés brasileño en la resolución del conflicto entre Paraguay y Bolivia. El gobierno brasileño, invitado en Washington para participar con Argentina y Chile en la conferencia de Buenos Aires para pacificar el Chaco, declinó al principio este ofrecimiento.

 
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