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La exposición que podemos contemplar en la Fundación Mapfre hace un recorrido por la vida itinerante de este fotógrafo sueco

Strömholm, una cuestión meramente existencial

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Accedo a una sala donde se inicia el recorrido por la vida de un fotógrafo itinerante. Uno de esos que tomó la decisión de viajar por el mundo para sorprenderse tras su cámara. Antes, reposo en una pequeña banqueta situada bajo una bóveda donde se expone un documental previo tan característico en las exposiciones de hoy día. Una pequeña entrevista con un curioso periodista deja entrever a un anciano, de rostro serio y complexión fuerte, que deambula por las estancias de una casa en penumbra, en Fox-Amphoux, frente a los macizos calcáreos de los Alpes.


Aquel anciano habla lento, pausado, analizando en la mente cada una de las palabras que posteriormente saldrán por su boca. Su mirada, sin duda alguna, es la de un avezado fotógrafo que busca el encuadre en cada plano. «En la cámara no hay que confiar nunca. El fotógrafo debe ser obstinado y curioso», le dice al periodista mientras habla con él. Juega con unos objetos viejos sobre una mesa y continúa su entrevista diciendo: «la imagen transmite tus sentimientos. La cámara no tiene sentimientos. Eres tú quien los extrae de la fotografía».


Sus andares son tranquilos, pero en realidad, esconden tras de sí una vida nómada y bohemia. Quizá un tanto aprovechada gracias al colchón económico que le brindó su familia aburguesada de Gotemburgo. Tal y como diría una de sus parejas sentimentales, «hay en él un olor de aventura». Es un individuo al que le ha movido su afán por conocer y descubrir la luz de las cosas, el interior de la condición humana y sus lados oscuros. «No tengo miedo a la soledad —dirá—. Al contrario, me parece estupenda. La busco por propia voluntad». Sus frases cimentan esa necesidad de la soledad del creador que, con su cámara fotográfica al hombro, capta los gestos y las miradas y las atrapa para siempre en un memento mori. Seccionar un instante de la vida y congelarlo.


Puede que Strömholm fuera un niño repeinado con traje de marinero, según sus propias palabras, y que su procedencia, de una familia de banqueros, le diera todas las posibilidades para dedicarse al arte. Podría haber sido un adinerado y especulador banquero, y trabajar en la empresa familiar, pero no ocurrió nada de eso. El pequeño niño burgués decidió apostar todo al rojo y girar la ruleta. Como él mismo dijo «no hubiera imaginado jamás trabajar en algo tan aburrido». Quizá el detonante de todo fuera el fallecimiento de su padre cuando contaba con tan sólo dieciséis años. Un suceso que le marcaría para siempre: su padre, militar de profesión, decidió suicidarse de un disparo con su arma reglamentaria.


Todo ello provocó un vacío que derivó en que con diecisiete años cumplidos decidiera comenzar a viajar por el mundo. Rechazó de pleno la posibilidad de vivir con su madre y su padrastro, con el que mantenía una mala relación desde que sus padres se separaron cuando él contaba con seis años.

La decisión de estudiar idiomas en Alemania fue el trampolín para romper con los lazos burgueses familiares. Desde ahí, saltó a Dresde para introducirse en el mundo del arte y la pintura. La adicción morfinómana de la que ya jamás se escaparía: el amor a la fotografía.


La exposición que podemos contemplar en la Fundación Mapfre hace un recorrido por la vida itinerante de este fotógrafo sueco. En ella podemos verificar la concepción existencialista del mundo. «Me gusta fotografiar las cosas rotas, estropeadas, que demuestran las heridas de la vida». Muescas y recuerdos que captan la mirada de niños inocentes, sorprendidos por la dureza de la vida, en mitad de un mundo ingrato, que ni tan siquiera les da la posibilidad de ser conscientes de ello. Según el propio Strömholm, esas imágenes constituyen en realidad autorretratos inconscientes. Una búsqueda subliminal paralela al deseo de volver a reencontrarse con la figura paterna.


Gulia y Carol París 1964


Sus fotografías llevan implícitas una forma de ver la vida truncada, de pinceladas goyescas y de mirada impertérrita ante la desdicha. Podemos contemplar a un hombre que avanza por mitad de una calle empedrada. Un anciano que camina despacio, apoyado sobre las muletas, porque le falta una pierna y que sostiene con mucho esfuerzo una bolsa con la compra del día. Sus instantáneas capturan, igualmente, el rostro duro e impertérrito de un guardia civil, tras unas gafas de sol oscuras, símbolo de la represión tras terminar la guerra. Una mujer que levanta su falda y muestra sus nalgas ante la mirada de un transeúnte sorprendido. Pero, quizá, lo que a mí, personalmente, me ha llamado más la atención de su colección de fotografías sean las que elaboró alrededor de la nocturnidad en la Place Blanche, cerca de Pigalle, en París. Fotografías de supuestas mujeres sexualmente atractivas y peligrosas que, por un momento de placer, pueden condenarte a todo un infierno de dudas por toda la eternidad. Travestidos y prostitutas, habitantes de los submundos que son apartados y condenados a la nocturnidad por desagradables o por ser contrarios a la falsa moral y las buenas costumbres.


Fue a finales de los años cincuenta cuando el fotógrafo entabló amistad con los transexuales de los alrededores de la place Blanche, cerca del famoso Moulin Rouge. Estas trabajaban en cabarets y se veían obligadas a prostituirse dada la imposibilidad de encontrar alternativas laborales, principalmente porque su nombre masculino en el DNI no coincidía con su físico sugerentemente femenino y sexual. Strömholm se alojó en el hotel donde se encontraban estas mujeres con la intención de captar su forma de vida en un entorno, a menudo, hostil y despectivo. En la brecha abierta entre la feminidad y la masculinidad.


Sus fotografías muestran difusamente el espacio fronterizo entre ambos géneros, como aquel libro del Baron Corvo: El deseo y la búsqueda del todo. Captan cada uno de los momentos de esas vidas quebradas por el capricho de la naturaleza. Los momentos nocturnos antes de maquillarse y vestirse para salir al encuentro de clientes bajo las luces de neón.


Strömholm, lejos de condenar a esos travestidos al ostracismo, les da luz y voz con su cámara, las hace bellas y deseables ante el ojo del espectador. Exóticas bajo las luces rojas parpadeantes y la música de cabaret.


Cada una de esas instantáneas no pretende enfoque glamouroso ni voyerista, sino que están impregnadas de un alto sentimiento de empatía, por parte del fotógrafo, con aquellas musas rotas cuya principal esperanza es ahorrar el dinero necesario para poder pagarse los tratamientos hormonales, así como someterse a costosas operaciones de reasignación de sexo en la clínica de moda: la Clinique du Parc de Casablanca.


Las amigas de la Place Blanche es la erótica reivindicación de unas mujeres, situadas en la frontera, que desean poder ser ellas mismas. Una cuestión meramente existencial, inmortalizada en cada una de esas fotografías de Christer Strömholm.

Strömholm, una cuestión meramente existencial

La exposición que podemos contemplar en la Fundación Mapfre hace un recorrido por la vida itinerante de este fotógrafo sueco
Vicente Manjón Guinea
martes, 12 de marzo de 2024, 10:34 h (CET)

Accedo a una sala donde se inicia el recorrido por la vida de un fotógrafo itinerante. Uno de esos que tomó la decisión de viajar por el mundo para sorprenderse tras su cámara. Antes, reposo en una pequeña banqueta situada bajo una bóveda donde se expone un documental previo tan característico en las exposiciones de hoy día. Una pequeña entrevista con un curioso periodista deja entrever a un anciano, de rostro serio y complexión fuerte, que deambula por las estancias de una casa en penumbra, en Fox-Amphoux, frente a los macizos calcáreos de los Alpes.


Aquel anciano habla lento, pausado, analizando en la mente cada una de las palabras que posteriormente saldrán por su boca. Su mirada, sin duda alguna, es la de un avezado fotógrafo que busca el encuadre en cada plano. «En la cámara no hay que confiar nunca. El fotógrafo debe ser obstinado y curioso», le dice al periodista mientras habla con él. Juega con unos objetos viejos sobre una mesa y continúa su entrevista diciendo: «la imagen transmite tus sentimientos. La cámara no tiene sentimientos. Eres tú quien los extrae de la fotografía».


Sus andares son tranquilos, pero en realidad, esconden tras de sí una vida nómada y bohemia. Quizá un tanto aprovechada gracias al colchón económico que le brindó su familia aburguesada de Gotemburgo. Tal y como diría una de sus parejas sentimentales, «hay en él un olor de aventura». Es un individuo al que le ha movido su afán por conocer y descubrir la luz de las cosas, el interior de la condición humana y sus lados oscuros. «No tengo miedo a la soledad —dirá—. Al contrario, me parece estupenda. La busco por propia voluntad». Sus frases cimentan esa necesidad de la soledad del creador que, con su cámara fotográfica al hombro, capta los gestos y las miradas y las atrapa para siempre en un memento mori. Seccionar un instante de la vida y congelarlo.


Puede que Strömholm fuera un niño repeinado con traje de marinero, según sus propias palabras, y que su procedencia, de una familia de banqueros, le diera todas las posibilidades para dedicarse al arte. Podría haber sido un adinerado y especulador banquero, y trabajar en la empresa familiar, pero no ocurrió nada de eso. El pequeño niño burgués decidió apostar todo al rojo y girar la ruleta. Como él mismo dijo «no hubiera imaginado jamás trabajar en algo tan aburrido». Quizá el detonante de todo fuera el fallecimiento de su padre cuando contaba con tan sólo dieciséis años. Un suceso que le marcaría para siempre: su padre, militar de profesión, decidió suicidarse de un disparo con su arma reglamentaria.


Todo ello provocó un vacío que derivó en que con diecisiete años cumplidos decidiera comenzar a viajar por el mundo. Rechazó de pleno la posibilidad de vivir con su madre y su padrastro, con el que mantenía una mala relación desde que sus padres se separaron cuando él contaba con seis años.

La decisión de estudiar idiomas en Alemania fue el trampolín para romper con los lazos burgueses familiares. Desde ahí, saltó a Dresde para introducirse en el mundo del arte y la pintura. La adicción morfinómana de la que ya jamás se escaparía: el amor a la fotografía.


La exposición que podemos contemplar en la Fundación Mapfre hace un recorrido por la vida itinerante de este fotógrafo sueco. En ella podemos verificar la concepción existencialista del mundo. «Me gusta fotografiar las cosas rotas, estropeadas, que demuestran las heridas de la vida». Muescas y recuerdos que captan la mirada de niños inocentes, sorprendidos por la dureza de la vida, en mitad de un mundo ingrato, que ni tan siquiera les da la posibilidad de ser conscientes de ello. Según el propio Strömholm, esas imágenes constituyen en realidad autorretratos inconscientes. Una búsqueda subliminal paralela al deseo de volver a reencontrarse con la figura paterna.


Gulia y Carol París 1964


Sus fotografías llevan implícitas una forma de ver la vida truncada, de pinceladas goyescas y de mirada impertérrita ante la desdicha. Podemos contemplar a un hombre que avanza por mitad de una calle empedrada. Un anciano que camina despacio, apoyado sobre las muletas, porque le falta una pierna y que sostiene con mucho esfuerzo una bolsa con la compra del día. Sus instantáneas capturan, igualmente, el rostro duro e impertérrito de un guardia civil, tras unas gafas de sol oscuras, símbolo de la represión tras terminar la guerra. Una mujer que levanta su falda y muestra sus nalgas ante la mirada de un transeúnte sorprendido. Pero, quizá, lo que a mí, personalmente, me ha llamado más la atención de su colección de fotografías sean las que elaboró alrededor de la nocturnidad en la Place Blanche, cerca de Pigalle, en París. Fotografías de supuestas mujeres sexualmente atractivas y peligrosas que, por un momento de placer, pueden condenarte a todo un infierno de dudas por toda la eternidad. Travestidos y prostitutas, habitantes de los submundos que son apartados y condenados a la nocturnidad por desagradables o por ser contrarios a la falsa moral y las buenas costumbres.


Fue a finales de los años cincuenta cuando el fotógrafo entabló amistad con los transexuales de los alrededores de la place Blanche, cerca del famoso Moulin Rouge. Estas trabajaban en cabarets y se veían obligadas a prostituirse dada la imposibilidad de encontrar alternativas laborales, principalmente porque su nombre masculino en el DNI no coincidía con su físico sugerentemente femenino y sexual. Strömholm se alojó en el hotel donde se encontraban estas mujeres con la intención de captar su forma de vida en un entorno, a menudo, hostil y despectivo. En la brecha abierta entre la feminidad y la masculinidad.


Sus fotografías muestran difusamente el espacio fronterizo entre ambos géneros, como aquel libro del Baron Corvo: El deseo y la búsqueda del todo. Captan cada uno de los momentos de esas vidas quebradas por el capricho de la naturaleza. Los momentos nocturnos antes de maquillarse y vestirse para salir al encuentro de clientes bajo las luces de neón.


Strömholm, lejos de condenar a esos travestidos al ostracismo, les da luz y voz con su cámara, las hace bellas y deseables ante el ojo del espectador. Exóticas bajo las luces rojas parpadeantes y la música de cabaret.


Cada una de esas instantáneas no pretende enfoque glamouroso ni voyerista, sino que están impregnadas de un alto sentimiento de empatía, por parte del fotógrafo, con aquellas musas rotas cuya principal esperanza es ahorrar el dinero necesario para poder pagarse los tratamientos hormonales, así como someterse a costosas operaciones de reasignación de sexo en la clínica de moda: la Clinique du Parc de Casablanca.


Las amigas de la Place Blanche es la erótica reivindicación de unas mujeres, situadas en la frontera, que desean poder ser ellas mismas. Una cuestión meramente existencial, inmortalizada en cada una de esas fotografías de Christer Strömholm.

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