Cuando el pasado 2 de febrero la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, fue recibida en audiencia por el papa Francisco, como otras personas, supongo, me sorprendí, pues no es fácil conseguir audiencias privadas con la cabeza visible de la Iglesia católica, además de inusual obtener dos en poco más de dos años (la primera tuvo lugar el 11 de diciembre de 2021).
Al parecer, la vicepresidenta le habló al santo padre de sus logros e intenciones al frente de su ministerio y de la vicepresidencia. En concreto, según la nota de prensa de Moncloa, “la ministra y el Papa han coincidido en la urgente defensa del medioambiente, pero también en avanzar en la consecución de la paz y la protección de los derechos laborales”. De la versión de la audiencia, según el Vaticano, no sabemos apenas nada, pues no hay notas de prensa de las audiencias privadas, salvo las imágenes sonoras de la acogida (“¿Usted sigue tan peleadora como siempre?”) y la despedida (“Que Dios la bendiga, y siga adelante. No afloje”, después del melindroso comentario de la vicepresidenta de “voy a llorar…, yo”, al que el papa respondió con un “pero no se ponga a llorar”).
Yo no diré nada sobre la finalidad del papa con esta reunión por cuatro motivos: el primero, la consideración y el respeto que me merece la institución papal; el segundo, que desconozco el propósito de la misma, al igual que el de la anterior; el tercero, que, en todo caso, doy por sentada, al margen de si resulta conveniente o no, la buena intención de pastor del pueblo de Dios guiándolo a la salvación; en último lugar, porque sus acciones no constituyen políticas que se trasladen a iniciativas legislativas que me atañan materialmente. No obstante, doy por seguro que el papa Francisco estará sobradamente informado de quién es Yolanda Díaz, aplicando el criterio de “por sus actos los conoceréis”.
Sí opinaré, en cambio, de ella, pues, después de estos años conociendo su trayectoria política, conozco sus maneras y modales pastoriles —su mundanidad, que diría el papa—, creo saber cuál era su propósito, y, además, porque su ideología aplicada me afecta en el día a día, como a todos y cada uno de los españoles.
Si uno repasa su biografía política, se dará cuenta rápidamente de dos rasgos de comportamiento constantes: una sonrisa casi perpetua, que, a menudo, es la coartada para enmascarar la ignorancia, el sesgo ideológico autoritario o ambos; el otro, que nunca hace prisioneros, como pueden atestiguar los tullidos o los cadáveres políticos que ha ido dejando a su paso por la vida pública; eso sí, sin levantar la voz, con aparentes empatía y humildad. Respecto del primero, con ver su intervención — autocomplaciente y pretendidamente explicativa— en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros de este pasado 6 de febrero, basta. Y, sobre el segundo, pregunten en Galicia o en Podemos, y les pondrán al día.
En cuanto a sus maneras y modales, en general, no son histriónicos; pero tampoco afirmaría, como dicen por ahí, que son amables; más bien, interesada y artificialmente bobalicones y empalagosos, afectados y presuntuosos (ya se encarga de hacernos saber que, gracias a que duerme poco, porque trabaja mucho, “hoy, España es un país mejor” y “un poquito más feliz”; no creo que podamos nunca agradecerle lo suficiente sus incesantes desvelos).
Por lo que respecta a sus actos, ni uno bueno, ni una mala palabra, al menos, conocidos. Yolanda, a modo de estrella rutilante del Hollywood de los 50 y 60, va, con todo su glamour, de gira por el Congreso, desfilando por los pasillos, por las reuniones con los agentes sociales, siempre abierta al diálogo y a la negociación, después de haber anunciado previamente la postura que impondrá, que, por ser justa, es estéticamente conversable, pero irrenunciable. Nuestra Yolanda, inaccesible al desaliento, va repartiendo piquiños a sus fans allá donde vaya a predicar la paz, la igualdad, la justicia, un mundo verde y feliz, todos con perspectiva de género. Firma leyes con el ánimo de quien firmara autógrafos con dedicatoria jactanciosa. Podrían haber sido suyos: “Que paguen los ricos. Yoli”, “Menos trabajo y más rentas de inserción. Con precariedad, Yoli”, “Que suba y que baje el PIB al mismo tiempo, porque yo lo valgo. Yoli”, “Para todos los fijos discontinuos. Con las bendiciones del SEPE, Yoli”, “Para mis amigos Nicolás, Daniel, Miguel, Raúl y toda la cuchipanda de Zapa. Con mi más sincero reconocimiento a vuestras chulísimas políticas igualitarias y de bienestar para el pueblo y la Iglesia, Yoli”.
Así, pertrechada con estos atributos, y volviendo a sus propósitos con la visita vaticana, la experiencia, que es un grado, dicta que su acercamiento al papa, probablemente, no es más que una estrategia propagandística para reforzar su maltrecha imagen pública en dos sentidos: por una parte, se trata de simular que ella es dialogante, abierta y respetuosa (que se lo digan a la CEOE) hasta con las creencias de los demás, aunque sólo si cree que coinciden con su ideología, porque ella no parece distinguir entre ambos conceptos: posiblemente, está todavía en lo de que Jesucristo fue el primer comunista. Pero, por otro lado, ella —que es más bien de generalización simplista, de grandilocuencia vacua, de predicar, más que de dar trigo, amén de oportunista—, posiblemente, cree haber encontrado en el papa de la paz, del ecologismo, de las no fronteras, del acogimiento sin límites, un aliado ideológico de izquierdas, porque supongo que considera que eso de la resurrección de Cristo, de la fe, de la santidad, de evangelizar y del Espíritu Santo de que habla el papa es sólo atrezo, parafernalia litúrgica para la misa o para ejercicios espirituales.
No obstante, admito que, de una personalidad tan fructífera y conciliadora, podría esperarse algo completamente distinto. Quizá sus objetivos hayan sido completamente altruistas. Se me ocurre que, a lo mejor, se trataba de sugerir la futura beatificación del fiscal general del Estado, después de que declarara solemnemente que él no miente, lo que, de ser verdad, sería una virtud digna de tal reconocimiento; o, tal vez, bulas papales para el presidente del Gobierno o para los secesionistas catalanes, vaya usted a saber.
De lo que no cabe duda, en todo caso, es de que no hay nada que se le resista a nuestra vicepresidenta segunda. No afloja, no. No hay de qué preocuparse. Ella, con el donaire de Marilyn (sin mencionar los zapatos, que es muy machista) y la romántica determinación del Che: ¡Give a girl the right powers and she can conquer the world! ¡Hasta la victoria siempre!
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