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La experiencia ya no sirve en un mundo cambiante y desconocemos si lo de hoy resultará útil para mañana

Senectud

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A punto de clausurar el año, o de emprender uno nuevo, nos hacemos conscientes del paso del tiempo. Y, merodeando por  la Red, leo que “vivimos una sociedad que ensalza la juventud y niega el proceso natural de envejecimiento invitando a disimular sus efectos sobre el aspecto físico y a realizar actividades de ocio que transmitan una imagen juvenil”(1).  Como estoy ya en el preludio de la más provecta de las edades (“en lo mejor de lo peor”, según escuché de la boca de alguien), recuerdo de pronto que  Marco Tulio Cicerón  escribió “De Senectute” (“Sobre la Vejez”), manual para aprender a vivir con alegría la última etapa; se alerta, en el mismo,  sobre el peligro que encubren  las falaces alabanzas a la juventud, que podrían, tal vez, poner nuestro futuro, el de todos, en manos poco duchas.  La cosa viene, pues, de lejos.


En realidad, no es otra cosa la vejez o senectud que una etapa más, la última, de nuestro camino de seres finitos, y ha sido reputada de diferentes maneras en el discurrir histórico. Así, en el orbe clásico grecorromano, la vejez se pensaba como etapa de cognición y respeto, tal y como se aprecia en Cicerón, pues  los hombres provectos  atesoraban  experiencia y juicio. Esto último debería servir para evitar los errores colectivos, pero solo sirve, a veces, para los individuales.  Solo hay que mirar el devenir histórico.

            

En la Edad Media, sin embargo, a pesar de que los ancianos eran, por una parte, venerados, se les veía, por otra, como frágiles, asociando  la vejez  con la decrepitud y la enfermedad. Ello permaneció durante el Renacimiento, que exaltó la juventud y la belleza, como se observa en las obras de arte de la época, en las que el naturalismo idealizado, a imitación del arte griego antiguo,  indujo  al predominio de la representación de jóvenes o adultos en plenitud.

           

Ya en el XVIII, durante la Ilustración, la vejez fue objeto de debate filosófico y científico. Los filósofos ilustrados, como  Locke y  Rousseau, meditaron sobre cuestiones relacionadas con el envejecimiento y la muerte, y esbozaron ideas sobre cómo mejorar la condición de los ancianos.

            

Desde el siglo XX, y hasta la actualidad, la vejez ha sido cada vez más asociada con el deterioro físico y mental. La tecnología médica ha permitido prolongar la vida, pero también ha llevado a una cultura que tiende a invisibilizar a los ancianos y menospreciar su contribución a la sociedad. Sin embargo, también han surgido movimientos que buscan revalorizar la vejez, como el enfoque de "envejecimiento activo", que promueve el bienestar y la participación de los ancianos en la sociedad.

            

Todo lo anterior es indisociable de la deriva malthusiana de nuestras sociedades, cuya transición demográfica ha conducido a un predominio estadístico del grupo “viejo” en el contexto de una creciente esperanza de vida.  El resultado es una dialéctica entre la ancianidad como deterioro o  como nueva vida. Entre la residencia o los viajes y el activismo, la importancia de los mayores se vuelve creciente en términos, verbigracia, de voto y plantea un universo de pensiones que serán inasumibles en los términos actuales; al mismo tiempo, se vende lo juvenil como imagen y reclamo de cualquier iniciativa. La experiencia ya no sirve en un mundo cambiante y desconocemos si lo de hoy resultará útil para mañana. Se atribuye a Chaplin aquello de ““todos somos aficionados, la vida es tan corta que no da para más.”.  Tal vez así sea  en el plano individual, pero no en el colectivo, por eso la Historia parece repetirse a veces, aunque sea como farsa.


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(1). MARTÍNEZ, M.P; POLO, M.L Y CARRASCO, B. “Visión histórica del concepto de vejez desde la edad media”. Consejo de Enfermería de la Comunidad Valenciana, 2002.

Senectud

La experiencia ya no sirve en un mundo cambiante y desconocemos si lo de hoy resultará útil para mañana
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 29 de diciembre de 2023, 11:06 h (CET)

A punto de clausurar el año, o de emprender uno nuevo, nos hacemos conscientes del paso del tiempo. Y, merodeando por  la Red, leo que “vivimos una sociedad que ensalza la juventud y niega el proceso natural de envejecimiento invitando a disimular sus efectos sobre el aspecto físico y a realizar actividades de ocio que transmitan una imagen juvenil”(1).  Como estoy ya en el preludio de la más provecta de las edades (“en lo mejor de lo peor”, según escuché de la boca de alguien), recuerdo de pronto que  Marco Tulio Cicerón  escribió “De Senectute” (“Sobre la Vejez”), manual para aprender a vivir con alegría la última etapa; se alerta, en el mismo,  sobre el peligro que encubren  las falaces alabanzas a la juventud, que podrían, tal vez, poner nuestro futuro, el de todos, en manos poco duchas.  La cosa viene, pues, de lejos.


En realidad, no es otra cosa la vejez o senectud que una etapa más, la última, de nuestro camino de seres finitos, y ha sido reputada de diferentes maneras en el discurrir histórico. Así, en el orbe clásico grecorromano, la vejez se pensaba como etapa de cognición y respeto, tal y como se aprecia en Cicerón, pues  los hombres provectos  atesoraban  experiencia y juicio. Esto último debería servir para evitar los errores colectivos, pero solo sirve, a veces, para los individuales.  Solo hay que mirar el devenir histórico.

            

En la Edad Media, sin embargo, a pesar de que los ancianos eran, por una parte, venerados, se les veía, por otra, como frágiles, asociando  la vejez  con la decrepitud y la enfermedad. Ello permaneció durante el Renacimiento, que exaltó la juventud y la belleza, como se observa en las obras de arte de la época, en las que el naturalismo idealizado, a imitación del arte griego antiguo,  indujo  al predominio de la representación de jóvenes o adultos en plenitud.

           

Ya en el XVIII, durante la Ilustración, la vejez fue objeto de debate filosófico y científico. Los filósofos ilustrados, como  Locke y  Rousseau, meditaron sobre cuestiones relacionadas con el envejecimiento y la muerte, y esbozaron ideas sobre cómo mejorar la condición de los ancianos.

            

Desde el siglo XX, y hasta la actualidad, la vejez ha sido cada vez más asociada con el deterioro físico y mental. La tecnología médica ha permitido prolongar la vida, pero también ha llevado a una cultura que tiende a invisibilizar a los ancianos y menospreciar su contribución a la sociedad. Sin embargo, también han surgido movimientos que buscan revalorizar la vejez, como el enfoque de "envejecimiento activo", que promueve el bienestar y la participación de los ancianos en la sociedad.

            

Todo lo anterior es indisociable de la deriva malthusiana de nuestras sociedades, cuya transición demográfica ha conducido a un predominio estadístico del grupo “viejo” en el contexto de una creciente esperanza de vida.  El resultado es una dialéctica entre la ancianidad como deterioro o  como nueva vida. Entre la residencia o los viajes y el activismo, la importancia de los mayores se vuelve creciente en términos, verbigracia, de voto y plantea un universo de pensiones que serán inasumibles en los términos actuales; al mismo tiempo, se vende lo juvenil como imagen y reclamo de cualquier iniciativa. La experiencia ya no sirve en un mundo cambiante y desconocemos si lo de hoy resultará útil para mañana. Se atribuye a Chaplin aquello de ““todos somos aficionados, la vida es tan corta que no da para más.”.  Tal vez así sea  en el plano individual, pero no en el colectivo, por eso la Historia parece repetirse a veces, aunque sea como farsa.


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(1). MARTÍNEZ, M.P; POLO, M.L Y CARRASCO, B. “Visión histórica del concepto de vejez desde la edad media”. Consejo de Enfermería de la Comunidad Valenciana, 2002.

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