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La confianza puede surgir de ese corazón que está en el abismo de la pena

El consuelo de Dios ante una pérdida

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La fe nos abre a una confianza de que todo lo que pasa, también lo más terrible, tiene un sentido en una realidad más alta que la que vemos, un contexto más amplio que el que podemos abarcar con nuestra inteligencia, como un niño que no entiende que sus padres no le dejen acercarse a un peligro, o le regañan por algo que puede causarle algún mal. Así, no entendemos que lo que pasa tiene una razón misteriosa que no alcanzamos a ver ahora… pero la confianza puede surgir de ese corazón que está en el abismo de la pena, y escuchar aquello de Dios que dice por medio del profeta: “Yo, yo mismo os consolaré. Transformaré vuestra tristeza en alegría… El Señor dice: Os llevaré en brazos y jugaréis sobre mis rodillas. Como una madre consuela a sus hijos, así os consolaré yo” (Isaías 65,11-13).


Es difícil esta empatía, que no es solo simpatía de dar al otro lo que le conviene, sino ponerse en la piel del otro, por amor. No es sensiblería sino contacto y distancia a la vez la que podemos ofrecer al dar consuelo, com-padecer tiene esa comunión evangélica de “si un miembro sufre, todos sufren; si un miembro se alegra, todos se alegran con él” (1 Cor 12,26) y ahondando en ello sigue san Pablo: “Cristo es quien nos consuela en toda tribulación… sabedores de que, así como participasteis en nuestros padecimientos, así también participaréis en los consuelos” (2 Cor 1,3-7). Ese consuelo divino podemos transmitirlo con nuestro buen hacer, con esa ternura que transparente esa fuerza divina de la confianza.


“Cristo conforta, pues, no sólo porque por ser verdadero Dios conoce al yo individual que sufre en su soledad, ni porque Él haya dado respuesta a la pregunta sobre el sentido del dolor, sino porque Él mismo es la respuesta a todos los interrogantes del hombre. Cristo no ha resuelto el misterio, sino que lo ha hecho precisamente más profundo y mayor: Mysterium Crucis” (Juan Bautista Torelló).  La gran paradoja que decía Juan Pablo II, más allá de toda razón según san Pablo, que resplandece en la noche pascual, pues Cristo venció a la muerte, pero sigue de algún modo sufriendo en cada sufriente, Jesús está queriendo consolar a cada persona que sufre, sufrir con ella.


Y este misterio podemos transparentarlo con nuestra empatía. En cambio, no es verdad meter a Dios en los males, decir “Dios lo ha querido” como si fuera un castigo. El tema del mal no lo podemos resolver y menos echarle las culpas a Dios, a quien podemos ver que en su omnipotencia, se hace al mismo tiempo omnidébil para respetar las leyes de la naturaleza que él creó y que nosotros cuidamos y respetamos más o menos. Pero no atisbamos ese misterio, solo podemos decir que entre el absurdo y el misterio, algo interior nos indica que optemos por el misterio, que una intuición nos da pistas para confiar en que de aquel mal saldrá un bien, por caminos que ahora no conocemos.


Peor es cuando mezclamos lo que viene de lo alto, con la visión que tenemos desde aquí “abajo”, al decir: “es la voluntad de Dios”. Esas explicaciones falsas provocan en muchos un alejamiento de Dios. Tampoco es cierto que “Dios se lo ha llevado”, pues no es Dios quien nos quita lo que más queremos. Es una visión “desde abajo” que tampoco sirve de consuelo. Ni esa frase de “Dios nos manda solo lo que podemos soportar”, que en su forma correcta hay que explicar muy bien, cuando se nos dice que Dios no permitiría que pasara algo (que es distinto de quererlo, al menos en nuestra pobre visión) si no es porque de aquello sacará un bien a veces más grande. Tengo experiencia de que en un contexto poco abierto a esa realidad, esta visión provoca en alguna persona decir “si Dios se lo ha llevado, es que no me quiere y yo no lo quiero, porque me quita a quien más amo”.


Para las personas abiertas a ese contexto de esperanza confiada, puede servir leer una carta (que falsamente se atribuye a san Agustín, pero que está en consonancia con su pensamiento), pero donde se resalta la vida eterna y que el cariño lleva sufrimiento, que el alma puede ver más allá, que la persona a la que queremos está en la felicidad, después del aprendizaje de esta vida, sigue aprendiendo de otro modo…


“No llores si me amas...

¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo!

¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos!

¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso!

¡Si por un instante pudieras contemplar, como yo, la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!

¡Cómo! ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades?


Créeme; cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, y cuando un día, que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a aquel que te amaba y que siempre te ama, y encontrarás tu corazón con todas sus ternuras purificadas.


Volverás a verme, pero transfigurado, extático y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo, que me llevarás de la mano por los senderos nuevos de la luz y de la vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.


Enjuga tu llanto y no llores si me amas...

Lo que éramos el uno para el otro, seguimos siéndolo.

La muerte no es nada.

No he hecho nada más que pasar al otro lado.

Yo sigo siendo yo.

Tú sigues siendo tú.

Lo que éramos el uno para el otro, seguimos siéndolo.

Dame el nombre que siempre me diste.

Háblame como siempre me hablaste.

No emplees un tono distinto.

No adoptes una expresión solemne, ni triste,

sigue riendo de lo que nos hacia reír juntos.

Reza, sonríe, piensa en mí, reza conmigo.

Que mi nombre se pronuncie en casa como siempre lo fue,

sin énfasis alguno, sin huella alguna de sombra.

La vida es lo que siempre fue: el hilo no se ha cortado,

¿Por qué habría de estar yo fuera de tus pensamientos?

¿sólo porque estoy fuera de tu vista?

No estoy lejos... tan solo a la vuelta del camino.

Lo ves, todo está bien…

Volverás a encontrar mi corazón, volverás a encontrar su ternura acendrada.

Enjuga tus lágrimas y no llores si me amas.

Con todo mi cariño, con toda tu alegría”.

El consuelo de Dios ante una pérdida

La confianza puede surgir de ese corazón que está en el abismo de la pena
Llucià Pou Sabaté
lunes, 23 de octubre de 2023, 09:17 h (CET)

La fe nos abre a una confianza de que todo lo que pasa, también lo más terrible, tiene un sentido en una realidad más alta que la que vemos, un contexto más amplio que el que podemos abarcar con nuestra inteligencia, como un niño que no entiende que sus padres no le dejen acercarse a un peligro, o le regañan por algo que puede causarle algún mal. Así, no entendemos que lo que pasa tiene una razón misteriosa que no alcanzamos a ver ahora… pero la confianza puede surgir de ese corazón que está en el abismo de la pena, y escuchar aquello de Dios que dice por medio del profeta: “Yo, yo mismo os consolaré. Transformaré vuestra tristeza en alegría… El Señor dice: Os llevaré en brazos y jugaréis sobre mis rodillas. Como una madre consuela a sus hijos, así os consolaré yo” (Isaías 65,11-13).


Es difícil esta empatía, que no es solo simpatía de dar al otro lo que le conviene, sino ponerse en la piel del otro, por amor. No es sensiblería sino contacto y distancia a la vez la que podemos ofrecer al dar consuelo, com-padecer tiene esa comunión evangélica de “si un miembro sufre, todos sufren; si un miembro se alegra, todos se alegran con él” (1 Cor 12,26) y ahondando en ello sigue san Pablo: “Cristo es quien nos consuela en toda tribulación… sabedores de que, así como participasteis en nuestros padecimientos, así también participaréis en los consuelos” (2 Cor 1,3-7). Ese consuelo divino podemos transmitirlo con nuestro buen hacer, con esa ternura que transparente esa fuerza divina de la confianza.


“Cristo conforta, pues, no sólo porque por ser verdadero Dios conoce al yo individual que sufre en su soledad, ni porque Él haya dado respuesta a la pregunta sobre el sentido del dolor, sino porque Él mismo es la respuesta a todos los interrogantes del hombre. Cristo no ha resuelto el misterio, sino que lo ha hecho precisamente más profundo y mayor: Mysterium Crucis” (Juan Bautista Torelló).  La gran paradoja que decía Juan Pablo II, más allá de toda razón según san Pablo, que resplandece en la noche pascual, pues Cristo venció a la muerte, pero sigue de algún modo sufriendo en cada sufriente, Jesús está queriendo consolar a cada persona que sufre, sufrir con ella.


Y este misterio podemos transparentarlo con nuestra empatía. En cambio, no es verdad meter a Dios en los males, decir “Dios lo ha querido” como si fuera un castigo. El tema del mal no lo podemos resolver y menos echarle las culpas a Dios, a quien podemos ver que en su omnipotencia, se hace al mismo tiempo omnidébil para respetar las leyes de la naturaleza que él creó y que nosotros cuidamos y respetamos más o menos. Pero no atisbamos ese misterio, solo podemos decir que entre el absurdo y el misterio, algo interior nos indica que optemos por el misterio, que una intuición nos da pistas para confiar en que de aquel mal saldrá un bien, por caminos que ahora no conocemos.


Peor es cuando mezclamos lo que viene de lo alto, con la visión que tenemos desde aquí “abajo”, al decir: “es la voluntad de Dios”. Esas explicaciones falsas provocan en muchos un alejamiento de Dios. Tampoco es cierto que “Dios se lo ha llevado”, pues no es Dios quien nos quita lo que más queremos. Es una visión “desde abajo” que tampoco sirve de consuelo. Ni esa frase de “Dios nos manda solo lo que podemos soportar”, que en su forma correcta hay que explicar muy bien, cuando se nos dice que Dios no permitiría que pasara algo (que es distinto de quererlo, al menos en nuestra pobre visión) si no es porque de aquello sacará un bien a veces más grande. Tengo experiencia de que en un contexto poco abierto a esa realidad, esta visión provoca en alguna persona decir “si Dios se lo ha llevado, es que no me quiere y yo no lo quiero, porque me quita a quien más amo”.


Para las personas abiertas a ese contexto de esperanza confiada, puede servir leer una carta (que falsamente se atribuye a san Agustín, pero que está en consonancia con su pensamiento), pero donde se resalta la vida eterna y que el cariño lleva sufrimiento, que el alma puede ver más allá, que la persona a la que queremos está en la felicidad, después del aprendizaje de esta vida, sigue aprendiendo de otro modo…


“No llores si me amas...

¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo!

¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos!

¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso!

¡Si por un instante pudieras contemplar, como yo, la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!

¡Cómo! ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades?


Créeme; cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, y cuando un día, que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a aquel que te amaba y que siempre te ama, y encontrarás tu corazón con todas sus ternuras purificadas.


Volverás a verme, pero transfigurado, extático y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo, que me llevarás de la mano por los senderos nuevos de la luz y de la vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.


Enjuga tu llanto y no llores si me amas...

Lo que éramos el uno para el otro, seguimos siéndolo.

La muerte no es nada.

No he hecho nada más que pasar al otro lado.

Yo sigo siendo yo.

Tú sigues siendo tú.

Lo que éramos el uno para el otro, seguimos siéndolo.

Dame el nombre que siempre me diste.

Háblame como siempre me hablaste.

No emplees un tono distinto.

No adoptes una expresión solemne, ni triste,

sigue riendo de lo que nos hacia reír juntos.

Reza, sonríe, piensa en mí, reza conmigo.

Que mi nombre se pronuncie en casa como siempre lo fue,

sin énfasis alguno, sin huella alguna de sombra.

La vida es lo que siempre fue: el hilo no se ha cortado,

¿Por qué habría de estar yo fuera de tus pensamientos?

¿sólo porque estoy fuera de tu vista?

No estoy lejos... tan solo a la vuelta del camino.

Lo ves, todo está bien…

Volverás a encontrar mi corazón, volverás a encontrar su ternura acendrada.

Enjuga tus lágrimas y no llores si me amas.

Con todo mi cariño, con toda tu alegría”.

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