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En la entrega de la XIX edición de los Premios Max

Lola Herrera, la cresta y la ola

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Buscar la quintaesencia de las cosas es una de las pocas premisas del Arte (de todas las Artes) y de ahí que la teórica frontera entre el intérprete y el creador se disuelva como un azucarillo ante la verdad de la propia obra. En la música, la danza o el teatro es esa verdad intrínseca, inalienable, la que hace que un intérprete pueda llegar a integrar en sí mismo la obra, haciéndola propia, no sólo siendo su canal, sino formando parte de su totalidad. Esto es algo que Lola Herrera ha logrado en un incontable número de ocasiones, dando vida a muy diversos personajes; y de manera singular, siempre muy aplaudida y «viva» en el recuerdo, en el monólogo «Cinco horas con Mario», adaptación de la novela de Delibes. En nuestra escena llevamos ya varias décadas (de hecho, más de medio siglo) disfrutando de la presencia de una de esas «damas de la interpretación», que hacen que uno se pregunte, después de tanto tiempo, cómo es posible que se siga hablando de «crisis del teatro».

Ella, que acaba de recibir el Premio de Honor dentro de la XIX edición de los Premios Max a las Artes Escénicas, representa como nadie la búsqueda de esa quintaesencia.

Pero no me voy a referir aquí a la actriz desde un punto de vista biográfico (para eso está -¿no?- la Wikipedia) sino como a alguien próximo con quien nunca me he cruzado. Y mirad que lo siento. Durante mi infancia y adolescencia viví en un barrio de Madrid en el que podías encontrarte a Lola Gaos comprando el pan, a José Luis López Vázquez yendo a la parada del 7 o a don Manuel Dicenta aparcando su flamante Seat coupè -creo que era rojo- delante de la pastelería Molina (hoy desaparecida) de Rios Rosas. Nunca hablé con ninguno de ellos (tampoco con César González Ruano ni con C.J. Cela, que habían sido vecinos de la calle) a causa de la timidez propia de un niño; pero los conocía a todos. Ellos despertaron mí la afición por el teatro desde la televisión, en programas inolvidables como Estudio 1 y Novela.

Y una de esas «musas de las tablas» (como alguna vez se refirió a las mejores actrices del momento el crítico, de referencia en aquella época, Alfredo Marqueríe) es, sin duda, Lola Herrera.

Todo esto puede indicar (para quien lo quiera ver sin prejuicios) que la época de la dictadura no fue tan yerma en lo cultural como pueda parecer o quieran hacernos creer. De hecho, aunque sólo hubiera dos cadenas de televisión, los programas dedicados a la cultura, y muy especialmente al teatro y a las adaptaciones escénicas de obras literarias, eran muy frecuentes, prácticamente diarias.

Ahora...

Casi no merece la pena hablar. O sí; para denunciarlo, vocearlo y quejarse: No hay casi nada, y lo poco que se hace queda estabulado en un gueto -muy digno, desde luego, pero gueto al fin- llamado La 2.

Los actores -salvo los que se marcharon a Hollywood y, quizá, quién sabe, también mañana a «Bollywood»- sobreviven como pueden: Haciendo anuncios, integrándose en el reparto de alguna de esas series policiacas que abundan tanto... o «amando para siempre» (¡qué pestiño!) que es algo así como una sociedad de socorros mutuos (y que nadie se ofenda) donde cada año dan de baja a todos, pero mantienen un retén. Algunos siguen haciendo teatro, pero eso sigue constituyendo una heroicidad que a nadie se le puede exigir.

La gala de los Premios Max -a la que asistí con gusto el martes pasado, en el Teatro Circo Price de Madrid- contó con la presencia del ministro de Cultura en funciones, al cual la cámara de TVE sacó con «cara de malhuele», poco después de que una de las premiadas (y vive Dios que no era Lola Herrea, que es muy bien hablada) dijera aquello de: «Como tengamos otros dos años de puto PP, nos vamos a enterar» (Sólo es literal lo de «puto PP») Y es que algo huele pero que muy mal por estos lares; precisamente lo que ellos (los políticos) hacen o, por mejor decir, perpetran contra la Cultura.

En la sala de prensa y con el premio en la mano, Lola Herrera reaccionó con ironía ante la falta de preguntas de los plumillas: «¿Es que no queréis saber nada de mí?» Y ante el persistente silencio: «¿O es que ya lo sabéis todo sobre mí?»

(Me temo, admirada Lola, que buena parte de los «chicos de la prensa», por su edad, no te habían visto nunca en Estudio 1, ni bajo los focos, pisando la tarima de un teatro. Ellos se lo han perdido).

Lola Herrera, la cresta y la ola

En la entrega de la XIX edición de los Premios Max
Luis del Palacio
jueves, 28 de abril de 2016, 09:36 h (CET)
Buscar la quintaesencia de las cosas es una de las pocas premisas del Arte (de todas las Artes) y de ahí que la teórica frontera entre el intérprete y el creador se disuelva como un azucarillo ante la verdad de la propia obra. En la música, la danza o el teatro es esa verdad intrínseca, inalienable, la que hace que un intérprete pueda llegar a integrar en sí mismo la obra, haciéndola propia, no sólo siendo su canal, sino formando parte de su totalidad. Esto es algo que Lola Herrera ha logrado en un incontable número de ocasiones, dando vida a muy diversos personajes; y de manera singular, siempre muy aplaudida y «viva» en el recuerdo, en el monólogo «Cinco horas con Mario», adaptación de la novela de Delibes. En nuestra escena llevamos ya varias décadas (de hecho, más de medio siglo) disfrutando de la presencia de una de esas «damas de la interpretación», que hacen que uno se pregunte, después de tanto tiempo, cómo es posible que se siga hablando de «crisis del teatro».

Ella, que acaba de recibir el Premio de Honor dentro de la XIX edición de los Premios Max a las Artes Escénicas, representa como nadie la búsqueda de esa quintaesencia.

Pero no me voy a referir aquí a la actriz desde un punto de vista biográfico (para eso está -¿no?- la Wikipedia) sino como a alguien próximo con quien nunca me he cruzado. Y mirad que lo siento. Durante mi infancia y adolescencia viví en un barrio de Madrid en el que podías encontrarte a Lola Gaos comprando el pan, a José Luis López Vázquez yendo a la parada del 7 o a don Manuel Dicenta aparcando su flamante Seat coupè -creo que era rojo- delante de la pastelería Molina (hoy desaparecida) de Rios Rosas. Nunca hablé con ninguno de ellos (tampoco con César González Ruano ni con C.J. Cela, que habían sido vecinos de la calle) a causa de la timidez propia de un niño; pero los conocía a todos. Ellos despertaron mí la afición por el teatro desde la televisión, en programas inolvidables como Estudio 1 y Novela.

Y una de esas «musas de las tablas» (como alguna vez se refirió a las mejores actrices del momento el crítico, de referencia en aquella época, Alfredo Marqueríe) es, sin duda, Lola Herrera.

Todo esto puede indicar (para quien lo quiera ver sin prejuicios) que la época de la dictadura no fue tan yerma en lo cultural como pueda parecer o quieran hacernos creer. De hecho, aunque sólo hubiera dos cadenas de televisión, los programas dedicados a la cultura, y muy especialmente al teatro y a las adaptaciones escénicas de obras literarias, eran muy frecuentes, prácticamente diarias.

Ahora...

Casi no merece la pena hablar. O sí; para denunciarlo, vocearlo y quejarse: No hay casi nada, y lo poco que se hace queda estabulado en un gueto -muy digno, desde luego, pero gueto al fin- llamado La 2.

Los actores -salvo los que se marcharon a Hollywood y, quizá, quién sabe, también mañana a «Bollywood»- sobreviven como pueden: Haciendo anuncios, integrándose en el reparto de alguna de esas series policiacas que abundan tanto... o «amando para siempre» (¡qué pestiño!) que es algo así como una sociedad de socorros mutuos (y que nadie se ofenda) donde cada año dan de baja a todos, pero mantienen un retén. Algunos siguen haciendo teatro, pero eso sigue constituyendo una heroicidad que a nadie se le puede exigir.

La gala de los Premios Max -a la que asistí con gusto el martes pasado, en el Teatro Circo Price de Madrid- contó con la presencia del ministro de Cultura en funciones, al cual la cámara de TVE sacó con «cara de malhuele», poco después de que una de las premiadas (y vive Dios que no era Lola Herrea, que es muy bien hablada) dijera aquello de: «Como tengamos otros dos años de puto PP, nos vamos a enterar» (Sólo es literal lo de «puto PP») Y es que algo huele pero que muy mal por estos lares; precisamente lo que ellos (los políticos) hacen o, por mejor decir, perpetran contra la Cultura.

En la sala de prensa y con el premio en la mano, Lola Herrera reaccionó con ironía ante la falta de preguntas de los plumillas: «¿Es que no queréis saber nada de mí?» Y ante el persistente silencio: «¿O es que ya lo sabéis todo sobre mí?»

(Me temo, admirada Lola, que buena parte de los «chicos de la prensa», por su edad, no te habían visto nunca en Estudio 1, ni bajo los focos, pisando la tarima de un teatro. Ellos se lo han perdido).

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