Hoy, hay “venirse abajo” merecedores de todos los respetos, por ser sencillamente una manifestación y bien patente, por cierto, de los límites de la naturaleza humana: el provocado por el pesar de una madre después de parto muy difícil, o ante la enfermedad de un hijo; el nacido del dolor de un hombre después de la muerte de su madre; el que sufre cualquier ser humano que tenga que soportar una larga temporada en paro forzoso. También son corrientes los venirse abajo de algunas personas en torno a la jubilación; o los que suelen acompañar casi por igual a hombres y a mujeres, en los cambios profundos de perspectiva vital en torno a los cuarenta-cincuenta años.
Y no digamos el venirse abajo después de cometer un pecado grave desobedeciendo la palabra de Cristo, y dando entrada en el ánimo a las insidias del diablo, que nos invitan a dudar del perdón de Dios. En estos casos me gusta aplicar unas palabras de Benedicto XVI: “La conciencia moderna —y todos, de algún modo, somos "modernos"— por lo general no reconoce el hecho de que somos deudores ante Dios y que el pecado es una realidad que sólo se supera por iniciativa de Dios. Este debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados, en último término, es resultado de un debilitamiento de nuestra relación con Dios”. (Ratisbona, homilía, 12-IX-2006). Y las aplico, porque en no pocas ocasiones he podido dar gracias a Dios al ver el levantarse de no pocas personas, después de una honda y serena Confesión.
No es difícil encontrar casos de venirse abajo en los que los motivos son bastante más fútiles: un simple disgustillo de esos que nos acompañan todos los días; un suspenso en un examen -también el que sirve para obtener el carnet de conducir-; y hasta el verse obligado a esperar el autobús algunos minutos más de lo previsto. La fragilidad humana es riquísima y variadísima. El único camino práctico para no continuar la infinita cadena del venirse abajo, es reconocer esa fragilidad, sonreír, y agradecérsela a Dios.
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