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Durante muchos años nos extrañábamos de ver a los ciudadanos orientales provistos de mascarillas por las calles

A cara descubierta

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El dichoso COVID, que se coló en nuestras vidas y en nuestros pulmones hace ahora tres años, nos obligó a aceptar la dichosa mascarilla quirúrgica en todo el mundo, hasta el punto que esta se llegó a transformar en un objeto imprescindible que hasta llegó a crear una moda y un diseño adaptado a diversas situaciones.

    

A lo largo de esos treinta y seis meses hemos pasado por todo: largas temporadas de confinamiento, lavarnos las manos como si no hubiera un mañana, tocar los botones del ascensor con un palito o con guantes; tomarnos un café o comer en un restaurante bajándonos alternativamente la mascarilla; perder un autobús porque se nos había olvidado el dichoso tapabocas en casa, etc. Y, a todo esto, sumamente agradecidos a la pericia de los científicos que pusieron en marcha la vacunación en un tiempo record.

     

Parece ser que, por fin (no lo digamos muy fuerte por si acaso), nos vamos a liberar casi del todo del engorroso aditamento facial. Y eso que la cosa tenía sus ventajas. Te podías hacer el “longui” escondiéndote -gracias al enmascaramiento que nos hacía parecer a todos bandoleros de las viejas películas del oeste- de esos pesados que te encuentras en el autobús y que te dan la vara hasta que decides bajarte tres paradas antes de tu destino para evitar el tostón.

     

La mascarilla te permitía reír por lo “bajinis” de las chorradas que sonaban a tu alrededor, así como de las mentiras que te intentan endilgar los políticos. La cara tapada nos ha permitido ahorrar un montón de afeitados y un gasto importante en maquillaje para aquellos que lo practican.

    

La desaparición de las mascarillas en nuestras caras, la podemos llevar adelante sin menoscabo del cumplimiento de las recomendaciones de las autoridades sanitarias, referentes a la conveniencia de volver a utilizar la misma cuando estemos resfriados o griposos, que nos vacunemos cuantas veces sean necesarias y que, si recaemos en el Covid, nos autoimpongamos la oportuna cuarentena.

     

Parece ser que, gracias a Dios y al esfuerzo de los sanitarios,  esa terrible experiencia cargada de enfermedad y muerte, así como de secuelas en la salud física y mental, ha pasado. La buena noticia de hoy se basa en que hemos sabido convivir con una situación límite que, salvo algunas excepciones, nos ha hecho ser mejores y más solidarios. La bondad natural del ser humano ha salido a la luz y, más unidos que nunca, hemos podido salir adelante.

     

Bienvenida sea la vuelta a las caras descubiertas. Aunque algunos –que la tienen de piedra- deberían llevarlas tapadas para siempre.

A cara descubierta

Durante muchos años nos extrañábamos de ver a los ciudadanos orientales provistos de mascarillas por las calles
Manuel Montes Cleries
lunes, 6 de febrero de 2023, 09:34 h (CET)

El dichoso COVID, que se coló en nuestras vidas y en nuestros pulmones hace ahora tres años, nos obligó a aceptar la dichosa mascarilla quirúrgica en todo el mundo, hasta el punto que esta se llegó a transformar en un objeto imprescindible que hasta llegó a crear una moda y un diseño adaptado a diversas situaciones.

    

A lo largo de esos treinta y seis meses hemos pasado por todo: largas temporadas de confinamiento, lavarnos las manos como si no hubiera un mañana, tocar los botones del ascensor con un palito o con guantes; tomarnos un café o comer en un restaurante bajándonos alternativamente la mascarilla; perder un autobús porque se nos había olvidado el dichoso tapabocas en casa, etc. Y, a todo esto, sumamente agradecidos a la pericia de los científicos que pusieron en marcha la vacunación en un tiempo record.

     

Parece ser que, por fin (no lo digamos muy fuerte por si acaso), nos vamos a liberar casi del todo del engorroso aditamento facial. Y eso que la cosa tenía sus ventajas. Te podías hacer el “longui” escondiéndote -gracias al enmascaramiento que nos hacía parecer a todos bandoleros de las viejas películas del oeste- de esos pesados que te encuentras en el autobús y que te dan la vara hasta que decides bajarte tres paradas antes de tu destino para evitar el tostón.

     

La mascarilla te permitía reír por lo “bajinis” de las chorradas que sonaban a tu alrededor, así como de las mentiras que te intentan endilgar los políticos. La cara tapada nos ha permitido ahorrar un montón de afeitados y un gasto importante en maquillaje para aquellos que lo practican.

    

La desaparición de las mascarillas en nuestras caras, la podemos llevar adelante sin menoscabo del cumplimiento de las recomendaciones de las autoridades sanitarias, referentes a la conveniencia de volver a utilizar la misma cuando estemos resfriados o griposos, que nos vacunemos cuantas veces sean necesarias y que, si recaemos en el Covid, nos autoimpongamos la oportuna cuarentena.

     

Parece ser que, gracias a Dios y al esfuerzo de los sanitarios,  esa terrible experiencia cargada de enfermedad y muerte, así como de secuelas en la salud física y mental, ha pasado. La buena noticia de hoy se basa en que hemos sabido convivir con una situación límite que, salvo algunas excepciones, nos ha hecho ser mejores y más solidarios. La bondad natural del ser humano ha salido a la luz y, más unidos que nunca, hemos podido salir adelante.

     

Bienvenida sea la vuelta a las caras descubiertas. Aunque algunos –que la tienen de piedra- deberían llevarlas tapadas para siempre.

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