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Estructura y dimensiones de la prudencia

S. Madrid, A Coruña
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lunes, 11 de enero de 2016, 11:10 h (CET)
En la tradición clásica se antepone la prudencia a otras virtudes importantes: la justicia, la fortaleza y la templanza. Esto indica que solo puede ser bueno el que es prudente, es decir, el que es justo antes que nada con la realidad. Y por eso los diez mandamientos son formas de ejercicio de la prudencia.

La prudencia es la causa y la raíz, la madre, la medida y el ejemplo, la guía y la razón precisa de todas las demás virtudes. La prudencia es la medida ética del obrar porque determina lo que es conforme a la realidad. (cf. J. Pieper, Virtudes fundamentales, Madrid 2010, p. 34). La prudencia es la virtud que guía a la conciencia moral.

Esta atención a la realidad, propia de la prudencia, tiene dos dimensiones: la memoria o conciencia de los primeros principios (sindéresis) –el más importante es hacer el bien y evitar el mal– y la atención a la realidad en la que se actúa.

Combinando esos elementos, la prudencia actúa por tres pasos sucesivos; la deliberación (momento cognoscitivo); el juicio, dictamen o discernimiento acerca de la situación (lo que lleva a tomar “conciencia de la situación”); y el “imperio” o decisión de actuar (momento operativo).

En resumen, la prudencia es la “regla recta de la acción” (Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles), “la virtud que pasa del conocimiento de la realidad a la práctica del bien” (Pieper) y la “auriga virtutum” (conductora de las virtudes) que guía a las otras virtudes indicándoles regla y medida (Catecismo del a Iglesia Católica).

Por eso se la ha comparado a la inteligente proa de la esencia humana (Claudel), al cierre del anillo de la vida activa que conduce a la propia perfección, o al fulgor de la vida moral (Pieper). En la perspectiva cristiana San Juan habla de “caminar en la luz”, equivalente a practicar la verdad haciendo justicia a la realidad, como consecuencia de la comunión con Dios.

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