En su Pasión y su Muerte en la Cruz, Cristo nos redime del pecado y nos abre un camino para dar sentido al sufrimiento que nos encontramos en nuestro vivir. Después de sufrir y de morir, Resucita. Esto, que creemos los cristianos, pone ante nuestra mirada la “vida eterna”. La vida que no acaba en el sufrir, sino en el poder gozar eternamente del amor de Dios, del Amor con el que Cristo sufrió por nosotros y nos redimió. Sufrir unidos a su Cruz, nos enseña a amar a los demás; nos enseña a compartir las penas y los dolores de quienes nos rodean. Me atrevería a decir que solo aprende a amar, quien de alguna manera sufre, y al sufrir ofrece su dolor, con Cristo, por el bien de los demás. Resucita.
Perder la Verdad de la vida eterna, lleva al hombre a desesperar ante el sufrimiento; a no darle ningún sentido. Y las consecuencias para su vivir son lastimosas: achica su corazón, se envuelve en el egoísmo, y deja de Amar, de sacrificarse por los demás. Y abre las puertas de su alma a la muerte buscada en la tierra y en la vida eterna. Solo ante sí mismo, el hombre se suicida, se aniquila. La Resurrección nos anuncia una nueva existencia en la que el dolor ya no existe más. Nos permite reconocer que, al sufrir descubramos que los hombres nos necesitamos los unos a otros –hemos sido creados para dar nuestra vida por los demás-; y la relación con Dios, dentro de la fe cristiana, lleva a referirnos más concretamente a Cristo, Hijo de Dios y Hombre. Nos situamos así en la perspectiva total de nuestra vida.
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