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Cuento de Alberto Juarez Vivas

Rosa

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Su nombre real no importa, la llamaremos Rosa. Vestía una blusa roja de rayas blancas bien arrugada, descolorida y sucia; se acercó hasta mi mesa pidiéndome un peso. Yo se lo di y al instante advertí su demencia que muchos del pueblo conocían, decían que era a causa de una desbocada ansiedad, de un sentimiento no correspondido, quizás la horrorizaba la soledad.


—Era muy hermosa y bonita ‒dijo un lugareño de Malpaisillo‒, astuta y precoz hasta que conoció a ese maldito.


—¿De quién habla? ‒pregunté.


—Del que fue hombre de ella…


El hombre de la demente, pensé, y me intrigó la posible historia y le pedí al lugareño que me la contara. Realmente sentí curiosidad qué había pasado con aquella mujer.


—Amigo, resulta que ella se enamoró de ese hombre como no tiene idea. Tanto así, que lo prefirió a él que a su familia. Él la maltrataba mucho, pero fue como si estaba embrujada, no lo dejaba. ¡Cuántos consejos le dimos! Incluso, en una ocasión la llevamos al parquecito del Calvario, para que lo viera abrasando a otra mujer. Pero nada. Más bien nos quitó el habla. Y ya ve usted ‒la señaló con su índice derecho‒, ese fue el resultado… Quedó loca.


—Pero, dígame, ¿cómo sucedió todo? ‒pregunté insatisfecho del relato que el lugareño me estaba brindando hasta ese momento.


—Fue triste, amigo, muy triste. Ponga atención: una mañana que no se me olvida, ellos discutieron como de costumbre. Él hasta la golpeó, porque ella no lo dejaba largarse con otra. Al final, el imbécil logró marcharse y ella quedó sola en su casita, aquella que sobresale por aquel poste de luz ‒señaló una casa esquinera que estaba como a ochenta metros de donde nos encontrábamos‒. Y ahí se encerró.


El hombre la abandonó por otra y se encerró, pensé reiterando las ideas centrales.


—¡Viera usted, amigo! Por las noches todos nos asustábamos al oír sus gritos, aquel llanto insoportable. Supimos que se lanzaba contra las paredes, como para hacerse daño; aquello era todos los días. Nadie pudo sacarla de su encierro, ahí permaneció férreamente.


Acciones autodestructivas, pensé. Nadie pudo hacer nada. Otra voz entró en el relato, se trataba de doña Esperanza, la dueña del comedor al que yo acudía, y dijo:


—Amor no quita conocimiento; de nada sirvieron tantos consejos. Ahí está, mírela, nada que ver con la Rosa aquella. Si usted la hubiera conocido…


Y fue por un vaso con agua que yo le había solicitado, mientras tanto trataba de imaginar a Rosa en otras condiciones.


—Tenía unos camanances regios; lo que se pusiera encima le quedaba excelente. Rosa tenía buena percha. Era muy amistosa y su alegría contagiaba; con todo el mundo se llevaba bien. ¡Qué lástima!

Según escuchaba, Rosa era hermosa y bella, muy jovial. Pero, ¿cuándo se dieron cuenta de su demencia? Aún no llegaban a ese punto que calmara mi curiosidad al rojo vivo. Y continué haciendo preguntas.


—Una mañana, Rosa decidió acabar con su encierro y salió de su casa. Estaba terriblemente flaca, su ropa era puro jalones. ¡Cómo apestaba! Entonces, caminó en medio de las calles sin mirar a nadie, fue rumbo a la iglesia del pueblo y frente a sus puertas, se dejó caer de rodillas.


Acabó con el encierro de días, o quizá semanas, no recuerdo o ellos no recordaban bien. Claro, no ingirió alimentos y quizá no bebió agua para nada, cómo no saldría de la forma en que me la describía doña Esperanza y que el lugareño, cuyo nombre o mote no recuerdo, secundaba. Ella hacía muecas ligeras y mirando hacia arriba a intervalos, profería sus palabras con tristeza.


—La pobre mujer, de rodillas invocaba el nombre del hombre traidor y rezaba, para luego maldecir durante un buen tiempo hasta que se serenó. Y ahí estuvo, siempre de rodillas, como inmóvil, hasta que se quedó dormida.


Hubo unos minutos de silencio. El lugareño carraspeó y, como para estimular la continuidad del relato de doña Esperanza, dijo:


—Amiga, ¿se acuerda del viejo que se acercó a Rosa?


—Sí, lo recuerdo bien. El viejo muy viejo surgió de la multitud y fue directo a ella. Se agachó y le acarició sus greñas con su mano derecha, y le dijo: «Hijita, ¿qué te han hecho?» Entonces, sus lágrimas cayeron en la frente golpeada de Rosa, debido a la caía que sufriera al quedarse dormida. Al poco tiempo abrió sus ojos.


Aquel viejo, ¿habrá sido su padre? ¿Fue una existencia corpórea real o se trató de un espíritu que acudía a quien había sido su hija? Alguien muy importante para ella pudo haber sido, porque la despertó o la hizo volver en sí.


—Nos miró a todos con una sonrisa estúpida, moviendo su cabeza en todas las direcciones. ¿Te acuerdas, Esperanza? ‒dijo el lugareño, cuyo nombre o mote sigo sin recordar.


—¡Claro, hombre! Ella rompió su silencio con pequeños jalones a la camisa del viejo muy viejo, y muy alegre le dijo: «Hey, dame un peso». Y se acercó a otro pidiendo lo mismo y de nuevo, calló.


—Es cierto, hasta el día de hoy no ha dicho nada ‒reafirmó el lugareño lo dicho por su amiga doña Esperanza.


Mi incertidumbre acerca del viejo se me profundizó, porque según el relato ella no dio muestras afectivas, a no ser la alegría que desbordó en ese instante, entre el despertar y la petición de «un peso». Silencio. Doña Esperanza y el lugareño callaron, quizá la historia había acabado o prefirieron dejarla hasta ahí.


Miré pensativo a Rosa de pies a cabeza que aún se encontraba por ahí. Se me hacía tarde y debí marcharme; salía del comedor cuando alguien me jaló la manga de la camisa. Me detuve y giré hacia la dirección del jalón y la miré, ahora frente a mí con su boca desdentada y sonriente, y me dijo: «Hey, dame un peso». Con su segunda petición me estaba despidiendo. No dudé en dárselo y se fue silenciosa siguiendo la oscuridad de las calles rumbo a saber dónde.

Rosa

Cuento de Alberto Juarez Vivas
Redacción
lunes, 18 de julio de 2022, 09:59 h (CET)

Su nombre real no importa, la llamaremos Rosa. Vestía una blusa roja de rayas blancas bien arrugada, descolorida y sucia; se acercó hasta mi mesa pidiéndome un peso. Yo se lo di y al instante advertí su demencia que muchos del pueblo conocían, decían que era a causa de una desbocada ansiedad, de un sentimiento no correspondido, quizás la horrorizaba la soledad.


—Era muy hermosa y bonita ‒dijo un lugareño de Malpaisillo‒, astuta y precoz hasta que conoció a ese maldito.


—¿De quién habla? ‒pregunté.


—Del que fue hombre de ella…


El hombre de la demente, pensé, y me intrigó la posible historia y le pedí al lugareño que me la contara. Realmente sentí curiosidad qué había pasado con aquella mujer.


—Amigo, resulta que ella se enamoró de ese hombre como no tiene idea. Tanto así, que lo prefirió a él que a su familia. Él la maltrataba mucho, pero fue como si estaba embrujada, no lo dejaba. ¡Cuántos consejos le dimos! Incluso, en una ocasión la llevamos al parquecito del Calvario, para que lo viera abrasando a otra mujer. Pero nada. Más bien nos quitó el habla. Y ya ve usted ‒la señaló con su índice derecho‒, ese fue el resultado… Quedó loca.


—Pero, dígame, ¿cómo sucedió todo? ‒pregunté insatisfecho del relato que el lugareño me estaba brindando hasta ese momento.


—Fue triste, amigo, muy triste. Ponga atención: una mañana que no se me olvida, ellos discutieron como de costumbre. Él hasta la golpeó, porque ella no lo dejaba largarse con otra. Al final, el imbécil logró marcharse y ella quedó sola en su casita, aquella que sobresale por aquel poste de luz ‒señaló una casa esquinera que estaba como a ochenta metros de donde nos encontrábamos‒. Y ahí se encerró.


El hombre la abandonó por otra y se encerró, pensé reiterando las ideas centrales.


—¡Viera usted, amigo! Por las noches todos nos asustábamos al oír sus gritos, aquel llanto insoportable. Supimos que se lanzaba contra las paredes, como para hacerse daño; aquello era todos los días. Nadie pudo sacarla de su encierro, ahí permaneció férreamente.


Acciones autodestructivas, pensé. Nadie pudo hacer nada. Otra voz entró en el relato, se trataba de doña Esperanza, la dueña del comedor al que yo acudía, y dijo:


—Amor no quita conocimiento; de nada sirvieron tantos consejos. Ahí está, mírela, nada que ver con la Rosa aquella. Si usted la hubiera conocido…


Y fue por un vaso con agua que yo le había solicitado, mientras tanto trataba de imaginar a Rosa en otras condiciones.


—Tenía unos camanances regios; lo que se pusiera encima le quedaba excelente. Rosa tenía buena percha. Era muy amistosa y su alegría contagiaba; con todo el mundo se llevaba bien. ¡Qué lástima!

Según escuchaba, Rosa era hermosa y bella, muy jovial. Pero, ¿cuándo se dieron cuenta de su demencia? Aún no llegaban a ese punto que calmara mi curiosidad al rojo vivo. Y continué haciendo preguntas.


—Una mañana, Rosa decidió acabar con su encierro y salió de su casa. Estaba terriblemente flaca, su ropa era puro jalones. ¡Cómo apestaba! Entonces, caminó en medio de las calles sin mirar a nadie, fue rumbo a la iglesia del pueblo y frente a sus puertas, se dejó caer de rodillas.


Acabó con el encierro de días, o quizá semanas, no recuerdo o ellos no recordaban bien. Claro, no ingirió alimentos y quizá no bebió agua para nada, cómo no saldría de la forma en que me la describía doña Esperanza y que el lugareño, cuyo nombre o mote no recuerdo, secundaba. Ella hacía muecas ligeras y mirando hacia arriba a intervalos, profería sus palabras con tristeza.


—La pobre mujer, de rodillas invocaba el nombre del hombre traidor y rezaba, para luego maldecir durante un buen tiempo hasta que se serenó. Y ahí estuvo, siempre de rodillas, como inmóvil, hasta que se quedó dormida.


Hubo unos minutos de silencio. El lugareño carraspeó y, como para estimular la continuidad del relato de doña Esperanza, dijo:


—Amiga, ¿se acuerda del viejo que se acercó a Rosa?


—Sí, lo recuerdo bien. El viejo muy viejo surgió de la multitud y fue directo a ella. Se agachó y le acarició sus greñas con su mano derecha, y le dijo: «Hijita, ¿qué te han hecho?» Entonces, sus lágrimas cayeron en la frente golpeada de Rosa, debido a la caía que sufriera al quedarse dormida. Al poco tiempo abrió sus ojos.


Aquel viejo, ¿habrá sido su padre? ¿Fue una existencia corpórea real o se trató de un espíritu que acudía a quien había sido su hija? Alguien muy importante para ella pudo haber sido, porque la despertó o la hizo volver en sí.


—Nos miró a todos con una sonrisa estúpida, moviendo su cabeza en todas las direcciones. ¿Te acuerdas, Esperanza? ‒dijo el lugareño, cuyo nombre o mote sigo sin recordar.


—¡Claro, hombre! Ella rompió su silencio con pequeños jalones a la camisa del viejo muy viejo, y muy alegre le dijo: «Hey, dame un peso». Y se acercó a otro pidiendo lo mismo y de nuevo, calló.


—Es cierto, hasta el día de hoy no ha dicho nada ‒reafirmó el lugareño lo dicho por su amiga doña Esperanza.


Mi incertidumbre acerca del viejo se me profundizó, porque según el relato ella no dio muestras afectivas, a no ser la alegría que desbordó en ese instante, entre el despertar y la petición de «un peso». Silencio. Doña Esperanza y el lugareño callaron, quizá la historia había acabado o prefirieron dejarla hasta ahí.


Miré pensativo a Rosa de pies a cabeza que aún se encontraba por ahí. Se me hacía tarde y debí marcharme; salía del comedor cuando alguien me jaló la manga de la camisa. Me detuve y giré hacia la dirección del jalón y la miré, ahora frente a mí con su boca desdentada y sonriente, y me dijo: «Hey, dame un peso». Con su segunda petición me estaba despidiendo. No dudé en dárselo y se fue silenciosa siguiendo la oscuridad de las calles rumbo a saber dónde.

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