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En el trato humano, conviene saber algo de la historia de las personas

El pasado pesa

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Esta es una idea que, más tarde o más temprano, empieza a aparecer en la vida de cualquier persona que tenga el coraje de pararse un minuto a pensar una vez cumplidos unos cuantos años.

En cierta ocasión hice un viaje en tren, en el expreso Costa Verde. Salí de Madrid a las 11,00 de la noche y me apeé en León a las 5,00 de la madrugada. Eran otros tiempos en los que dicho viaje no se hacía en hora y media, como ahora, y daba tiempo a conversar con el vecino del departamento, que en aquel caso era un mercenario que venía de la guerra del Líbano. O sea, un matón profesional. Tenía solo 24 años, pero ya había mandado a un buen puñado de homo sapiens a la otra barriada.

Tras contarme las peripecias de su vida, que darían para una de esas películas que tanto les gusta a algunos, se me ocurrió preguntarle si él, en alguna ocasión, había tenido algún momento de serenidad como para preguntarse a si mismo acerca de por qué llevaba esa vida, hacia dónde iba, cuál era su objetivo o qué pasaría con él después de la muerte cuando Dios le llamara para pedirle cuentas.

Por primera vez en aquella conversación, el hombre que tenía delante, que había manifestado no tener ni haber tenido nunca miedo a nada, me reconoció que tales preguntas le daban tal miedo que ni siquiera había tenido nunca valor para planteárselas explícitamente, porque si lo hiciera, a buen seguro se suicidaría.

Esto demuestra que con 24 años es posible tener pasado. Cuánto más si se tienen 50, 60 u 80 primaveras. Sin embargo, no hace falta haber tenido una vida trepidante. Desde una vida burguesa también se acumula pasado.

El pasado no son solo las obras, que pesan, sino las consecuencias de esas obras, que dejan una huella no solo en la memoria, sino en el carácter, en la personalidad, e incluso en el cuerpo, pero sobre todo en el alma.

No son pocas las personas que se arrepienten una y otra vez de una decisión tomada hace años que resultó ser equivocada y que acarreó una enorme cantidad de consecuencias negativas. “Ojala no hubiera dado aquel paso”, “ojalá volviera a empezar”. Sin embargo, el tiempo es lineal y sin marcha atrás. Y el pasado va quedando.

El pasado no es solo una especie de saco que llevamos al hombro, pero externo a nosotros, en el que acumulamos cosas. El pasado somos nosotros, o por mejor decir, nosotros somos nuestro pasado; el pasado forma parte de nosotros y no lo podemos evitar. Todos tenemos nuestra vida pasada, unos más tumultuosa que otros, pero todos tenemos vida pasada, cada uno la suya.

Aunque haya quien lo niegue, todos tenemos pasajes de nuestra vida que si pudiéramos hacer desaparecer, de mil amores lo haríamos. Pasajes que, con los años, nos damos cuenta de que son equivocaciones, errores, manchas en esa teórica hoja de servicios inmaculada que en algún momento de irrealismo hemos pensado que es nuestra vida.

“Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas, y atravesando lomas, dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio, y no nos dejan salir del cementerio”

Así cantaba Serrat en una de las canciones del álbum Mediterráneo. Nuestra vida es como un pueblo demasiado pequeño en el que no se respira libertad. La vida pasada son esos muertos que nos hacen cautivos. Cada cual es cautivo de su vida pasada. Esos vuelos de palomas no existen. En el trato humano, conviene no olvidar que no hay unos que son cautivos y otros no; sino que todos, absolutamente todos, somos cautivos. En el trato humano, conviene saber algo de la historia de las personas. Es la mejor manera de entenderlas. No existen las personas estándar. Cada cual guarda su pasado. A veces solo lo conoce él. Pero existe. Y pesa.

El pasado pesa

En el trato humano, conviene saber algo de la historia de las personas
Antonio Moya Somolinos
domingo, 15 de noviembre de 2015, 10:22 h (CET)
Esta es una idea que, más tarde o más temprano, empieza a aparecer en la vida de cualquier persona que tenga el coraje de pararse un minuto a pensar una vez cumplidos unos cuantos años.

En cierta ocasión hice un viaje en tren, en el expreso Costa Verde. Salí de Madrid a las 11,00 de la noche y me apeé en León a las 5,00 de la madrugada. Eran otros tiempos en los que dicho viaje no se hacía en hora y media, como ahora, y daba tiempo a conversar con el vecino del departamento, que en aquel caso era un mercenario que venía de la guerra del Líbano. O sea, un matón profesional. Tenía solo 24 años, pero ya había mandado a un buen puñado de homo sapiens a la otra barriada.

Tras contarme las peripecias de su vida, que darían para una de esas películas que tanto les gusta a algunos, se me ocurrió preguntarle si él, en alguna ocasión, había tenido algún momento de serenidad como para preguntarse a si mismo acerca de por qué llevaba esa vida, hacia dónde iba, cuál era su objetivo o qué pasaría con él después de la muerte cuando Dios le llamara para pedirle cuentas.

Por primera vez en aquella conversación, el hombre que tenía delante, que había manifestado no tener ni haber tenido nunca miedo a nada, me reconoció que tales preguntas le daban tal miedo que ni siquiera había tenido nunca valor para planteárselas explícitamente, porque si lo hiciera, a buen seguro se suicidaría.

Esto demuestra que con 24 años es posible tener pasado. Cuánto más si se tienen 50, 60 u 80 primaveras. Sin embargo, no hace falta haber tenido una vida trepidante. Desde una vida burguesa también se acumula pasado.

El pasado no son solo las obras, que pesan, sino las consecuencias de esas obras, que dejan una huella no solo en la memoria, sino en el carácter, en la personalidad, e incluso en el cuerpo, pero sobre todo en el alma.

No son pocas las personas que se arrepienten una y otra vez de una decisión tomada hace años que resultó ser equivocada y que acarreó una enorme cantidad de consecuencias negativas. “Ojala no hubiera dado aquel paso”, “ojalá volviera a empezar”. Sin embargo, el tiempo es lineal y sin marcha atrás. Y el pasado va quedando.

El pasado no es solo una especie de saco que llevamos al hombro, pero externo a nosotros, en el que acumulamos cosas. El pasado somos nosotros, o por mejor decir, nosotros somos nuestro pasado; el pasado forma parte de nosotros y no lo podemos evitar. Todos tenemos nuestra vida pasada, unos más tumultuosa que otros, pero todos tenemos vida pasada, cada uno la suya.

Aunque haya quien lo niegue, todos tenemos pasajes de nuestra vida que si pudiéramos hacer desaparecer, de mil amores lo haríamos. Pasajes que, con los años, nos damos cuenta de que son equivocaciones, errores, manchas en esa teórica hoja de servicios inmaculada que en algún momento de irrealismo hemos pensado que es nuestra vida.

“Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas, y atravesando lomas, dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio, y no nos dejan salir del cementerio”

Así cantaba Serrat en una de las canciones del álbum Mediterráneo. Nuestra vida es como un pueblo demasiado pequeño en el que no se respira libertad. La vida pasada son esos muertos que nos hacen cautivos. Cada cual es cautivo de su vida pasada. Esos vuelos de palomas no existen. En el trato humano, conviene no olvidar que no hay unos que son cautivos y otros no; sino que todos, absolutamente todos, somos cautivos. En el trato humano, conviene saber algo de la historia de las personas. Es la mejor manera de entenderlas. No existen las personas estándar. Cada cual guarda su pasado. A veces solo lo conoce él. Pero existe. Y pesa.

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