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Réquiem por Velintonia, la casa de Vicente Aleixandre

Casas de sabios y poetas

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Siendo un niño de apenas nueve años tuve la inmensa fortuna de visitar en su casa de la Cuesta del Zarzal nº 3, en Madrid, a don Ramón Menéndez Pidal. Incluso a esa edad fui consciente del privilegio que suponía el encontrarme con aquel viejecito frágil, de ojos vivarachos e inmaculada barba blanca, que, sentado en una silla de ruedas, daba frecuentes sorbos a una Fanta servida por su hija Jimena, que permanecía de pie, a su lado. 


Jimena, o “la señorita Jimena” era a la sazón directora de nuestro colegio. Siete habíamos sido los niños elegidos de diferentes cursos para aquella pequeña peregrinación a lo que, tanto para mí como para mis compañeros, representó algo así como la visita a un santuario: su casa, la biblioteca, el lugar donde pacientemente había escrito La España del Cid y otras muchas obras señeras. 


Don Ramón fue el sabio que hizo revivir a nuestro Romancero y nos acercó la figura humana de Rodrigo Díaz de Vivar. Muchos llegaríamos a la Facultad para estudiar Filología Hispánica, influidos por su figura y, sin duda, por aquella breve visita que nos marcaría en mayor o menor medida. Sin embargo, muchos de aquellos que optamos por las letras quedaríamos enseguida decepcionados: el ambiente en la universidad española de los años setenta (me refiero en concreto a la Complutense) era “revisionista” y el catedrático de literatura medieval (cuyo nombre omito casi por piedad) se dedicó a poner a parir toda la labor investigadora de Don Ramón. Nada o casi nada, según él, era válido; aunque el tiempo, como suele suceder, pondría a cada cual en el lugar que le corresponde.


Pero, en el fondo, en este recuerdo es lo que sea capaz de evocar lo que importa. Y me sirve para la siguiente reflexión:

Situar a un personaje en su contexto, en su ambiente de trabajo, rodeado de sus libros, de sus muebles y objetos queridos, es un estímulo que prende en algunos y, sobre todo, en aquellas mentes aún tiernas de niños y adolescentes. Y puede ser que algunas semillas lleguen a germinar en el roquedal de la cultura española; ese en el que es difícil moverse sin tropezar con plazas o jardines dedicados a los consabidos “abajo firmantes” o, como diría Paco Umbral, “amigos de la cosa”. Aunque para los demás no quede nada o casi nada.


Es verdad que ya no se llevan las casas museos dedicados a tal o cual personaje destacado de nuestra cultura. Por una parte son caras de mantener y por otra ¿cuántos visitantes pueden esperarse por año? Pocos o relativamente pocos. Aquella de don Ramón fue por fortuna conservada y es hoy sede de la fundación que lleva su nombre. También es bien conocida la casa rectoral de Unamuno, en Salamanca. O la madrileña de Sorolla, que recoge una importante colección de obras del artista, junto con objetos tan personales como una colección de las pipas y cachimbas que usaba cuando pintaba en la playa o al aire libre.


Una casa museo no es sólo un homenaje a tal o cual personaje, sino un reflejo de la época en que vivió, toda una recreación de un momento histórico concreto. Y el hecho de que no sean “rentables” es indiferente, ya que la cultura no debe serlo en términos crematísticos. Es sólo cuestión de imaginación y de poner empeño en algo que, de verdad y no de boquilla, perpetúe la memoria de tantos intelectuales, artistas y científicos que han contribuido a lo largo de generaciones al acervo de la cultura universal.


A uno se le cae el alma a los pies con noticias como esta:

“La casa del Premio Nobel Vicente Aleixandre, a la venta en un portal de Internet”.


A la estupefacción le sobreviene la indignación; un correlato demasiado frecuente cuando se trata de informaciones provenientes del ámbito cultural español. Y al indagar, cómo no, en Internet, sobre las causas que han llevado a semejante situación, la indignación se mezcla con la melancolía. Coctel indigesto donde los haya.


La casa que habitó durante muchas décadas Aleixandre y que acogió tertulias y reuniones por las que pasaron poetas, escritores, músicos, actrices, actores, científicos y muchos, muchos estudiantes, va a ser vendida; así sin más, tras una serie de vanos intentos por rescatarla de la especulación inmobiliaria. Y la razón última no es otra que la estupidez aliada con el desconocimiento, la indiferencia o el desprecio que habita en las instituciones que, en teoría, deberían cuidar de nuestro patrimonio cultural.


Pero ¿qué son, en definitiva, las instituciones? ¿Qué puede hacerse ante la “indiferencia administrativa” o el “pasarse la bola”, aparte de desesperarse? Me temo que muy poco. Sólo esperar que algún político influyente sea un poco menos zoquete que el resto y se decida a actuar.


Parece que sólo el cedro libanés que plató el poeta en el jardín en 1940 es “bien protegido” y va salvarse de la quema. El resto es ya una casa medio en ruinas en la que acaso se capten las psicofonías de Luis Cernuda, Miguel Hernández, García Lorca, Pablo Neruda, José Hierro, Dámaso Alonso, Carmen Conde y del propio Aleixandre, poetas muertos de un improbable club formado por aquellos que aportaron mucha de la mejor literatura en español a lo largo del siglo XX. Para esto de las psicofonías sí es probable que el ministerio de Cultura aporte alguna sustanciosa subvención…. Y ello me trae a la memoria un artículo que publicó Rafael Sánchez Ferlosio en El País. 


Corría el año de 1984 cuando el autor de El Jarama volcó todo su amargo humor corrosivo en un texto que título “La cultura, ese invento del Gobierno”, que no ha perdido un ápice de su actualidad. Desde un “organismo paraestatal” le habían pedido que colaborara con dos o tres folios, retribuidos con 50.000 pesetas de la época, que formarían parte del catálogo de una exposición de abanicos gigantes pintados por artistas del momento, los cuales tendrían “libertad absoluta para pintarlos, romperlos o jugar con ellos”. La invitación hacía hincapié en el acto inaugural (es decir, en la francachela) que tendría “un aire festivo y refrescante”. Y se preguntaba Ferlosio: “A 10.000 duros por barba ¿Cuánto no va a costar sólo el catálogo de tan descomunal parida?” Y seguía: “Añádanse a ello las probablemente superiores cantidades que van a cobrar los artistas por hacer el gilipollas con los soportes –rompiéndolos o jugando con ellos como prevé el proyecto-, los costos de producción del catálogo (…) gastos de organización, franqueo y propaganda (…) el precio de los soportes, con sus fletes e impuestos aduaneros nada menos que desde China y Japón, y, por fin, el despilfarro de canapés y borracherías para el acto inaugural”.

El artículo es largo y el escritor se explaya a fondo en su crítica a lo que define como “monada cultural”. Porque de eso se trata: de “monadas culturales”; algo que nada tiene que ver con la auténtica Cultura.


Si tuviéramos paciencia para revisar una a una la ingente cantidad de subvenciones destinadas “a la cultura” que se ajustan a los parámetros de lo que criticaba Ferlosio, veremos que invertir algo más de cuatro millones de euros en impedir que la casa de Vicente Aleixandre desaparezca para siempre es algo nimio, una gota de agua en ese mar oleaginoso de lo que suelen ser sinecuras y prebendas.

No será raro que, por lo menos, alguna asociación protectora de árboles y plantas reciba una jugosa subvención para que el solitario cedro libanés se libre de una más que probable plaga de pulgones o de orugas procesionarias. Para eso y para las psicofonías.

Casas de sabios y poetas

Réquiem por Velintonia, la casa de Vicente Aleixandre
Luis del Palacio
jueves, 17 de febrero de 2022, 12:34 h (CET)

Siendo un niño de apenas nueve años tuve la inmensa fortuna de visitar en su casa de la Cuesta del Zarzal nº 3, en Madrid, a don Ramón Menéndez Pidal. Incluso a esa edad fui consciente del privilegio que suponía el encontrarme con aquel viejecito frágil, de ojos vivarachos e inmaculada barba blanca, que, sentado en una silla de ruedas, daba frecuentes sorbos a una Fanta servida por su hija Jimena, que permanecía de pie, a su lado. 


Jimena, o “la señorita Jimena” era a la sazón directora de nuestro colegio. Siete habíamos sido los niños elegidos de diferentes cursos para aquella pequeña peregrinación a lo que, tanto para mí como para mis compañeros, representó algo así como la visita a un santuario: su casa, la biblioteca, el lugar donde pacientemente había escrito La España del Cid y otras muchas obras señeras. 


Don Ramón fue el sabio que hizo revivir a nuestro Romancero y nos acercó la figura humana de Rodrigo Díaz de Vivar. Muchos llegaríamos a la Facultad para estudiar Filología Hispánica, influidos por su figura y, sin duda, por aquella breve visita que nos marcaría en mayor o menor medida. Sin embargo, muchos de aquellos que optamos por las letras quedaríamos enseguida decepcionados: el ambiente en la universidad española de los años setenta (me refiero en concreto a la Complutense) era “revisionista” y el catedrático de literatura medieval (cuyo nombre omito casi por piedad) se dedicó a poner a parir toda la labor investigadora de Don Ramón. Nada o casi nada, según él, era válido; aunque el tiempo, como suele suceder, pondría a cada cual en el lugar que le corresponde.


Pero, en el fondo, en este recuerdo es lo que sea capaz de evocar lo que importa. Y me sirve para la siguiente reflexión:

Situar a un personaje en su contexto, en su ambiente de trabajo, rodeado de sus libros, de sus muebles y objetos queridos, es un estímulo que prende en algunos y, sobre todo, en aquellas mentes aún tiernas de niños y adolescentes. Y puede ser que algunas semillas lleguen a germinar en el roquedal de la cultura española; ese en el que es difícil moverse sin tropezar con plazas o jardines dedicados a los consabidos “abajo firmantes” o, como diría Paco Umbral, “amigos de la cosa”. Aunque para los demás no quede nada o casi nada.


Es verdad que ya no se llevan las casas museos dedicados a tal o cual personaje destacado de nuestra cultura. Por una parte son caras de mantener y por otra ¿cuántos visitantes pueden esperarse por año? Pocos o relativamente pocos. Aquella de don Ramón fue por fortuna conservada y es hoy sede de la fundación que lleva su nombre. También es bien conocida la casa rectoral de Unamuno, en Salamanca. O la madrileña de Sorolla, que recoge una importante colección de obras del artista, junto con objetos tan personales como una colección de las pipas y cachimbas que usaba cuando pintaba en la playa o al aire libre.


Una casa museo no es sólo un homenaje a tal o cual personaje, sino un reflejo de la época en que vivió, toda una recreación de un momento histórico concreto. Y el hecho de que no sean “rentables” es indiferente, ya que la cultura no debe serlo en términos crematísticos. Es sólo cuestión de imaginación y de poner empeño en algo que, de verdad y no de boquilla, perpetúe la memoria de tantos intelectuales, artistas y científicos que han contribuido a lo largo de generaciones al acervo de la cultura universal.


A uno se le cae el alma a los pies con noticias como esta:

“La casa del Premio Nobel Vicente Aleixandre, a la venta en un portal de Internet”.


A la estupefacción le sobreviene la indignación; un correlato demasiado frecuente cuando se trata de informaciones provenientes del ámbito cultural español. Y al indagar, cómo no, en Internet, sobre las causas que han llevado a semejante situación, la indignación se mezcla con la melancolía. Coctel indigesto donde los haya.


La casa que habitó durante muchas décadas Aleixandre y que acogió tertulias y reuniones por las que pasaron poetas, escritores, músicos, actrices, actores, científicos y muchos, muchos estudiantes, va a ser vendida; así sin más, tras una serie de vanos intentos por rescatarla de la especulación inmobiliaria. Y la razón última no es otra que la estupidez aliada con el desconocimiento, la indiferencia o el desprecio que habita en las instituciones que, en teoría, deberían cuidar de nuestro patrimonio cultural.


Pero ¿qué son, en definitiva, las instituciones? ¿Qué puede hacerse ante la “indiferencia administrativa” o el “pasarse la bola”, aparte de desesperarse? Me temo que muy poco. Sólo esperar que algún político influyente sea un poco menos zoquete que el resto y se decida a actuar.


Parece que sólo el cedro libanés que plató el poeta en el jardín en 1940 es “bien protegido” y va salvarse de la quema. El resto es ya una casa medio en ruinas en la que acaso se capten las psicofonías de Luis Cernuda, Miguel Hernández, García Lorca, Pablo Neruda, José Hierro, Dámaso Alonso, Carmen Conde y del propio Aleixandre, poetas muertos de un improbable club formado por aquellos que aportaron mucha de la mejor literatura en español a lo largo del siglo XX. Para esto de las psicofonías sí es probable que el ministerio de Cultura aporte alguna sustanciosa subvención…. Y ello me trae a la memoria un artículo que publicó Rafael Sánchez Ferlosio en El País. 


Corría el año de 1984 cuando el autor de El Jarama volcó todo su amargo humor corrosivo en un texto que título “La cultura, ese invento del Gobierno”, que no ha perdido un ápice de su actualidad. Desde un “organismo paraestatal” le habían pedido que colaborara con dos o tres folios, retribuidos con 50.000 pesetas de la época, que formarían parte del catálogo de una exposición de abanicos gigantes pintados por artistas del momento, los cuales tendrían “libertad absoluta para pintarlos, romperlos o jugar con ellos”. La invitación hacía hincapié en el acto inaugural (es decir, en la francachela) que tendría “un aire festivo y refrescante”. Y se preguntaba Ferlosio: “A 10.000 duros por barba ¿Cuánto no va a costar sólo el catálogo de tan descomunal parida?” Y seguía: “Añádanse a ello las probablemente superiores cantidades que van a cobrar los artistas por hacer el gilipollas con los soportes –rompiéndolos o jugando con ellos como prevé el proyecto-, los costos de producción del catálogo (…) gastos de organización, franqueo y propaganda (…) el precio de los soportes, con sus fletes e impuestos aduaneros nada menos que desde China y Japón, y, por fin, el despilfarro de canapés y borracherías para el acto inaugural”.

El artículo es largo y el escritor se explaya a fondo en su crítica a lo que define como “monada cultural”. Porque de eso se trata: de “monadas culturales”; algo que nada tiene que ver con la auténtica Cultura.


Si tuviéramos paciencia para revisar una a una la ingente cantidad de subvenciones destinadas “a la cultura” que se ajustan a los parámetros de lo que criticaba Ferlosio, veremos que invertir algo más de cuatro millones de euros en impedir que la casa de Vicente Aleixandre desaparezca para siempre es algo nimio, una gota de agua en ese mar oleaginoso de lo que suelen ser sinecuras y prebendas.

No será raro que, por lo menos, alguna asociación protectora de árboles y plantas reciba una jugosa subvención para que el solitario cedro libanés se libre de una más que probable plaga de pulgones o de orugas procesionarias. Para eso y para las psicofonías.

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