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Siendo un niño de apenas nueve años tuve la inmensa fortuna de visitar en su casa de la Cuesta del Zarzal nº 3, en Madrid, a don Ramón Menéndez Pidal. Incluso a esa edad fui consciente del privilegio que suponía el encontrarme con aquel viejecito frágil, de ojos vivarachos e inmaculada barba blanca, que, sentado en una silla de ruedas, daba frecuentes sorbos a una Fanta servida por su hija Jimena, que permanecía de pie, a su lado.
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