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Carlos Giménez, dibujante de la Transición por antonomasia

Herme Cerezo
Herme Cerezo
viernes, 25 de abril de 2008, 01:39 h (CET)
Recuerdo que el primer cómic que leí sobre la Guerra Civil Española fue ‘Eloy’, de Antonio Hernández Palacios, editado por Ikusager Ediciones S.A. allá por 1979. Le siguió ‘Río Manzanares’ del mismo autor y editorial. ¡Qué tiempos! El cómic nos abría los ojos, nos enseñaba lo prohibido, nos acercaba a nuestra historia reciente, porque todos, aunque no lo supiéramos, éramos hijos de aquella historia. Y lo que sin duda era aún peor: sus herederos.

Portada
Me crié en medio de los dos bandos. Por un lado, mi padre, al que los republicanos – o rojos – fueron a buscar a su casa para darle un recado o tal vez el paseo. Grave pecado el suyo: era músico y había tocado el violín en misas mayores. Por otro, mi tío, afiliado devoto al Partido Comunista, dispuesto a todo por la República. A cambio de su salvación, a mi padre la guerra lo llevó al frente. Y en La Roda, provincia de Albacete, vio como un bombardeo destrozaba las tapias de la iglesia, habilitada como cuartel provisional o algo parecido, donde dormía. Cuando acabó la contienda, Franco, en recompensa por lo del violín, las misas mayores y los bombardeos, le obligó a cumplir otros tres años de mili. Una buena propina con la que, sorprendentemente, él siempre se mostró conforme. A fin de cuentas, decía, el gallego había ganado la guerra. Sin embargo, a mi tío, el comunista, a causa de un problema físico, lo rechazaron cuando se presentó voluntario para alistarse como aviador. Él quería luchar en el aire contra los saboias italianos. Dos personas cercanas a mí que me quisieron mucho – y yo a ellos –. Dos visiones distintas de la misma guerra. Dos Españas opuestas en una misma ciudad: Valencia.

Y ahora, muchos años después de aquello, de mis lecturas, de mi padre y de mi tío, recupero la misma dualidad en el ‘36-39. Malos tiempos’ de Carlos Giménez, el primero de los cuatro libros que dedica a la Guerra Civil. Una dualidad representada por dos ciudades españolas: Zamora, en poder rebelde, y Madrid, la capital de la legalidad republicana. Sin embargo, Giménez pretende ir más allá. Lo suyo es una protesta, una repulsa contra los horrores que esconde el concepto GUERRA, con mayúsculas. Por eso, la portada del álbum presenta a un miliciano y a un rebelde, que llevan aprisionado a un pobre desgraciado al que van a fusilar.

Carlos Giménez, Madrid, 1941, es un autor de cómics fundamental para entender el tebeo español de los últimos cuarenta años. Es el dibujante de la Transición española por antonomasia. No voy a enumerar aquí todos sus trabajos, necesitaría mucho más espacio para hablar de ellos y me refiero únicamente a los que yo considero imprescindibles para entender lo que digo. A finales de los 70, el madrileño publicó tres recopilaciones extraordinarias de sus historietas en ‘El Papus’, la revista satírica y neurasténica: ‘España, una’, ‘España, grande’ y ‘España, libre’. En esos tres álbumes, cuyas portadas forman un tríptico espeluznante por su veracidad, Carlos Giménez nos quitó las legañas a muchos españoles, nos puso las pilas. Mediante sus viñetas, sus personajes de gestos exagerados, pero muy adecuados a mi juicio, nos enseñó aquello que muchos intuíamos, que algunos conocían y que todos, unos y otros, no nos atrevíamos a decir en voz alta. Con ayuda de los guiones de Ivá, nos explicó qué era el capitalismo, qué era votar, qué era la democracia, qué era un obrero, qué era un patrono, qué era la represión, qué era la tortura, qué era la prostitución, qué eran los derechos humanos, qué era la corrupción, qué era ... qué era TODO. Todavía guardo en mi memoria una historieta titulada ‘La hora de la verdad’ en la que un torero, tocado con la boina de un obrero en lugar de la reglamentaria montera, entraba a matar a un toro, marcado con el hierro de la esvástica. Por supuesto que el obrero no era sino un tipo desgalichado, un pobre desgraciado, un juguete entre los cuernos de aquel morlaco inmenso, brutal, fascista, que lo destroza, primero, y vilipendia, después, con sus excrementos. Una vez muerto, una nueva mano, un nuevo obrero tan desgraciado como el anterior, recoge el testigo y, estoque en ristre, se dirige a matar al toro. La historieta termina con una frase lapidaria: "Y aunque éste caiga ... saldrán otros". Durante mucho tiempo no pude borrar de mi mente aquellas dos páginas. Mucho, mucho tiempo. Tampoco tenía desperdicio otra de sus historietas: ‘Diccionario básico elemental’ donde, a través de un juego de contrastes, el madrileño nos introducía al vocabulario sociopolítico, explicado con dibujos en lugar de con palabras. Aquellas historietas, aquellos guiones, aquellos personajes tenían su función en aquel entonces. Era su momento, su lugar y su hora.

Pero Carlos Giménez aún nos sorprendió con nuevas maravillas. En ‘Barrio’ nos enseñó cómo era la juventud de un mozalbete madrileño recién salido de un hogar del Auxilio Social. Allí conocimos cómo fue la desgarradora España de los años cincuenta: el estraperlo, el hambre, la prostitución, las chabolas, el primer sexo... En palabras de Manuel G. Quintana que escribió la contraportada del álbum, "BARRIO no es sólo la historia de un niño en el Madrid de los años cincuenta. Es mucho más que eso. Es la posguerra, la visión torturada de una España deshecha, la recuperación de unos años que muy poco tuvieron de maravillosos y bastante de inolvidables". Y tanto, añade el que suscribe, máxime cuando el propio dibujante los sufrió en sus carnes.

Antes de ‘Barrio’, Giménez había publicado su primer ‘Paracuellos’, con el que enlazaba el álbum anteriormente mencionado. La vida de uno de tantos hogares del Auxilio Social donde muchos niños españoles, el propio Carlos Giménez entre ellos, crecieron al albur de una pedagogía basada en la espartana disciplina de la hostia y cállate no venga otra, aplicada bajo el criterio de unos personajes de escasa cualidad profesional, frustrados, que desahogaban sus malos humores con aquellos niños desamparados. Sobre ‘Paracuellos’, que alcanzó un total de seis álbumes, felizmente reunidos en un solo volumen bajo el título ‘Todo Paracuellos’ en la edición DeBolsillo de Random House Mondadori, ya les hablé en abril del año pasado. Y todavía conservo el sabor, la amargura, la esperanza desesperanzada de aquellos niños y de sus ojos. Sobre todo de sus ojos. Inolvidablemente tristes esos ojos.
Y ahora, a finales de 2007, en una vuelta hacia atrás, aparece este ‘36-39. Malos tiempos’. Y es el Giménez de siempre, el de toda la vida, con sus dibujos en blanco y negro, perfectos de ejecución y armonía, vehementes, desgarradores, violentos, duros. Y, sin embargo, ya no me sabe igual. Mi paladar, tras su lectura, alberga sabores encontrados. Y es que la Guerra Civil, ¡uff!, se ha convertido en un tema espinoso. Siempre lo fue, claro, pero ahora quizá más. Es difícil hablar sobre ella desapasionadamente. Durante mi Bachillerato, allá por 1971, el profesor de Historia se negó a dar este tema. Para él la Historia terminaba con la II Guerra Mundial, soslayando la Guerra Civil. Opinaba que todavía no había suficiente distancia para hablar de ella con una perspectiva válida. Más tarde, en la facultad, el titular –prefiero omitir su nombre – de Historia Contemporánea, que en paz descanse, fusiló impunemente la asignatura. La política, entonces era senador, le absorbía mucho tiempo y apenas si podía preparar sus clases. Vivía de sus apuntes, de sus recuerdos, ... de la Historia. Así que nadie nos explicó nada y seguimos viviendo con nuestra Guerra Civil particular, sustentada en lo que cada uno había escuchado en su familia o en la calle o en cualquier parte o en todas partes. Además mucha documentación sobre el tema todavía seguía "sub iudice", por así llamarlo.

Giménez en ‘36-39. Malos tiempos’ recurre a los arquetipos, tanto de patronos como de obreros, sin olvidarse del clero. No dudo de que no existieran los modelos humanos que aparecen en el álbum, pero tampoco dudo de que no todos eran iguales. Patronos hubo que no fueron completamente perversos, también curas en las trincheras republicanas y obreros – socialistas, comunistas, anarquistas o simplemente obreros – que tampoco fueron completamente bondadosos. Y viceversa. El gris también existió. Seguro. Es cierto que aquella sociedad española estaba extrapolada. Había gente con mucho dinero y muchísima más gente que malvivía gracias a jornales de miseria, ganados de sol a sol mediante extenuantes horarios de trabajo. Pero en todo había grados, como ya he dicho.

Sin embargo, lo que me gusta de este ‘36-39. Malos tiempos’ es que Giménez no ha recurrido ni a las grandes hazañas, ni a los grandes oradores, ni a los revolucionarios, ni a los espadones. No. Y ése es su gran mérito y seguramente su objetivo. Giménez nos ha retratado la vida de las retaguardias, las vidas cotidianas, la vida en las ciudades de uno y otro bandos. Y lo ha hecho mediante gente sencilla, de la calle, la que sufrió la guerra. ‘Chapeau’, don Carlos. No hay nada que añadir, sólo felicitar.

Aún hay más cosas que me gustan de este álbum. En 1936 había una legalidad vigente, legítimamente instaurada a través de las urnas desde abril de 1931: la República. Y, contra esa legalidad vigente, alguien se alzó en armas. Y prendió la mecha de la barbarie. Ésa es la barbarie que describe Giménez en su álbum, ésa es la barbarie que padecieron los españoles que citaba en el párrafo anterior. Prendida la mecha en un sitio, luego prendió en el otro. Y lo más grave, a mi juicio, es que, terminada la guerra, los insurgentes victoriosos tuvieron casi cuarenta años para ejercer represalias. Y eso es mucho tiempo invertido en mutilar familias, en forjar desaparecidos, en fusilamientos indiscriminados que generaron lógicos y justos agravios comparativos. Y desconsuelo, lágrimas y tristeza. Ojalá algún día estos agravios se reparen definitivamente. Aunque se me antoja difícil. Con los sentimientos no se juega y con los muertos tampoco. ¿Qué hubiese ocurrido de acabar la Guerra Civil con otro resultado? A lo peor hubiéramos vivido lo mismo pero con el signo cambiado. No lo sé y en la Facultad de Historia, los profesores que sí se dedicaban a dar clase me enseñaron a no especular, a basarme en datos contrastados. Por eso rechazo esa argumentación aunque la constato.

Voy finalizando. Por las páginas de ‘36-39. Malos tiempos’ desfilan patronos chulescos, anarquistas provocadores, hombres de bien, requisas, falangistas crueles, sin escrúpulos, venganzas, huelgas, pistolas de tiro fácil, hombres escondidos, curas impasibles ... Giménez nos ha ofrecido la versión en tebeo de algo que ya sabíamos por otros medios: el cine, la novela, los testimonios de nuestros ancestros y la historia real y verdadera. Alguna de las historietas, `Diente por diente’, no me parece verosímil. Creo que su desenlace más coherente hubiese sido el contrario.

Me gustaría que nuestros descendientes supieran que existió una Guerra Civil, que hubo causantes, detonantes y víctimas, muchas víctimas. Que alguien hizo cosas que no debió. Y que lo asuman y vivan sabiéndolo, pero que ello no perturbe sus vidas. Que no les divida. Me queda la esperanza de que el álbum de Carlos Giménez puede ayudar a ello. Vuelvo a la portada: dos soldados, uno nacional y el otro miliciano, empujan a un pobre desgraciado para darle el pasaporte. El paseo, le llamaban. ¡Anda ya, el paseo! Cobarde eufemismo, triste eufemismo, horroroso eufemismo.

Eufemismo de mierda.

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‘36-39. Malos tiempos’, de Carlos Giménez. Ediciones Glénat, S.L. 2007. 15 euros, 56 páginas.

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