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Los de mi generación hemos disfrutado de otro tipo de maestros y profesores

Los viejos profesores

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Digo viejos profesores sin ningún tipo de ánimo peyorativo. Es que eran muy mayores (o así me lo parecía a mí). Cuando temblorosamente me presenté a mi examen de ingreso en la vetusta Escuela de Comercio de calle Beatas, fui sometido a un examen oral por un tribunal en el que el más joven pasaba de los sesenta años.


Los docentes de la época eran unos señores (y alguna señorita) ataviados con un traje muy deteriorado a veces, siempre empolvado de tiza y corbata. Las profesoras, que curiosamente todas eran docentes de idiomas extranjeros (francés, italiano o árabe), eran señoritas de cierta edad, con unas ropas indescriptibles, que en algunos casos cubrían con un batón propio de un dependiente de ultramarinos. Por supuesto que los alumnos íbamos pertrechados de los correspondientes trajes y preceptivas corbatas.


A aquellos profesores era impensable no tratarlos de usted, ni levantarnos a su paso o cuando entraban en la clase. Nos transmitían un miedo relativo que impedía presentarles reclamaciones.


En mi primer paso por la Universidad descubrí otra especie de profesorado. Los dioses de la cátedra. Acompañados a veces de profesores auxiliares, parece que impartían “lecciones magistrales”, que recibíamos como si se tratara de una especie de homilía. Venían a veces de Madrid (aun recuerdo las clases de Estructura de Tamames), dejaban su mensaje y se marchaban en olor de multitudes.


Muchos años después volví a las aulas universitarias. Me encontré con un panorama totalmente diferente. El profesorado, en este caso obviamente, era más joven que yo. Salvo casos excepcionales no se desprendían del jersey y los vaqueros. Daban clase sentados en el borde de la mesa. Las profesoras se podían comparar por su atuendo con la mayoría de las alumnas y, sobre todo, el tuteo imperaba en las aulas.


He podido ver en clase a alumnos con camisetas deportivas, pantalones cortos o chándales. Les he visto jugando con la play o el ordenador mientras el profesor de turno se desgañitaba en el encerado. En la enseñanza actual se ha llegado a un acuerdo de no agresión y a dejar hacer a cada uno lo que quiera.


Por otra parte sigue existiendo un núcleo de alumnos que sigue las clases con la corrección oportuna y aprovecha cada momento para mejorar sus conocimientos. Ciento cincuenta alumnos en una clase dan para todo.


He recordado a mis viejos profesores cuando he conocido el caso de ese profesor brasileño jubilado a quien sus antiguos alumnos le han comprado su coche, que había tenido que vender por dificultades económicas, y se lo han vuelto a regalar. Un auténtico acto de generosidad a modo de agradecimiento. Me ha recordado al mejor maestro que ha pasado por mi vida. Don Francisco Quero. Un maestro de escuela que me inculcó muchos de los valores que me han permitido vivir felizmente. Los que me gustaría transmitir.

Los viejos profesores

Los de mi generación hemos disfrutado de otro tipo de maestros y profesores
Manuel Montes Cleries
miércoles, 5 de mayo de 2021, 13:25 h (CET)

Digo viejos profesores sin ningún tipo de ánimo peyorativo. Es que eran muy mayores (o así me lo parecía a mí). Cuando temblorosamente me presenté a mi examen de ingreso en la vetusta Escuela de Comercio de calle Beatas, fui sometido a un examen oral por un tribunal en el que el más joven pasaba de los sesenta años.


Los docentes de la época eran unos señores (y alguna señorita) ataviados con un traje muy deteriorado a veces, siempre empolvado de tiza y corbata. Las profesoras, que curiosamente todas eran docentes de idiomas extranjeros (francés, italiano o árabe), eran señoritas de cierta edad, con unas ropas indescriptibles, que en algunos casos cubrían con un batón propio de un dependiente de ultramarinos. Por supuesto que los alumnos íbamos pertrechados de los correspondientes trajes y preceptivas corbatas.


A aquellos profesores era impensable no tratarlos de usted, ni levantarnos a su paso o cuando entraban en la clase. Nos transmitían un miedo relativo que impedía presentarles reclamaciones.


En mi primer paso por la Universidad descubrí otra especie de profesorado. Los dioses de la cátedra. Acompañados a veces de profesores auxiliares, parece que impartían “lecciones magistrales”, que recibíamos como si se tratara de una especie de homilía. Venían a veces de Madrid (aun recuerdo las clases de Estructura de Tamames), dejaban su mensaje y se marchaban en olor de multitudes.


Muchos años después volví a las aulas universitarias. Me encontré con un panorama totalmente diferente. El profesorado, en este caso obviamente, era más joven que yo. Salvo casos excepcionales no se desprendían del jersey y los vaqueros. Daban clase sentados en el borde de la mesa. Las profesoras se podían comparar por su atuendo con la mayoría de las alumnas y, sobre todo, el tuteo imperaba en las aulas.


He podido ver en clase a alumnos con camisetas deportivas, pantalones cortos o chándales. Les he visto jugando con la play o el ordenador mientras el profesor de turno se desgañitaba en el encerado. En la enseñanza actual se ha llegado a un acuerdo de no agresión y a dejar hacer a cada uno lo que quiera.


Por otra parte sigue existiendo un núcleo de alumnos que sigue las clases con la corrección oportuna y aprovecha cada momento para mejorar sus conocimientos. Ciento cincuenta alumnos en una clase dan para todo.


He recordado a mis viejos profesores cuando he conocido el caso de ese profesor brasileño jubilado a quien sus antiguos alumnos le han comprado su coche, que había tenido que vender por dificultades económicas, y se lo han vuelto a regalar. Un auténtico acto de generosidad a modo de agradecimiento. Me ha recordado al mejor maestro que ha pasado por mi vida. Don Francisco Quero. Un maestro de escuela que me inculcó muchos de los valores que me han permitido vivir felizmente. Los que me gustaría transmitir.

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