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Ha muerto un ángel

“En cada niño se debería poner un cartel que dijera: Tratar con cuidado. Contiene sueños”, Mirko Badiale
César Valdeolmillos
martes, 23 de marzo de 2021, 12:17 h (CET)

Harto de la mierda en que se ha convertido la política española, y de la jauría sedienta de dinero, poder y revancha que últimamente se ha apoderado de la misma, me había prometido a mí mismo, el no ocuparme más de ella, pues la sola mención de cualquiera de los hechos y/u omisiones de esta manada de depredadores, elegida por nosotros mismos, me produce náuseas.

Me había dado un tiempo para reflexionar, y elegir otros temas de mayor interés humano sobre los que escribir.

Sin embargo, ha ocurrido algo que ha superado mis expectativas y me ha revuelto las tripas, por el infinito dolor y sentimiento que me ha producido.

Ha muerto un ángel.

Nabody, la niña que llegó en una patera a Canarias, nos ha dejado. Solo tenía dos años. Su mundo tenía que haber sido el de sus sueños, sus fantasías, sus bromas, sus risas, sus pequeños juegos realizados con sus manitas. Ni siquiera creo que haya tenido oportunidad de ensimismarse con Bob Esponja, Tom y Jerry, o el Pájaro loco. Y por supuesto, haber tenido tiempo de disfrutar de sus dioses. Esos seres que ella creía omnipotentes, y a los que alzaría sus pequeños brazos, pidiendo protección, refugio, y sobre todo, amor.

Todo niño tiene, o debe tener, sus dioses. Esa madre que nos dio la vida a costa de entregarnos la suya propia, y de la que aunque nos corten el cordón umbilical, nunca nos desprenderemos. Nunca estuvimos más seguros, más protegidos, y más amorosamente cuidados, que durante el tiempo en el que ella nos albergó en su seno. Es imposible imaginar una integración más plena entre dos seres.

El padre, esa sombra todopoderosa bajo la que el niño piensa que está a salvo de todo mal. Y ¿Cómo no? Los abuelos, las figuras acogedoras y bondadosas, dispuestas siempre a satisfacer sus naturales caprichos, que cuando están junto a ellas, se les entregan en cuerpo y alma para hacerles felices. Tan felices, como para, hacerles partícipes de sus infantiles juegos, y en el invento de fingidas historias, disfrazarse para encarnar a imaginarios fantasmas y tratar de asustarles.

Ese debería haber sido el mundo de Nabody. Un mundo que le fue negado. Ignoro si siquiera pudo llegar a estar en sus sueños, pero que jamás llegó a conocer.

Y no lo conoció por culpa de esos seres miserables, hombres y mujeres —feministas o improvisadas oportunistas—, que con la excusa de servir al pueblo, se apropian del poder, a menudo con malas artes. Su propósito es que dejemos de ser personas con sentimientos, familia, amigos, ilusiones, proyectos, y empeños de futuro, y convertirnos en unidades de un anestesiado y anónimo rebaño al que llaman ciudadanía, a la que primero exaltan, y después entierran.

Ha muerto un ángel. Pero no un ángel asexuado y con alas, como los que creó la pobre imaginación humana. Nabody era un ángel real, auténtico, tangible y corpóreo.

Siempre he mantenido la creencia de que si los ángeles existen, no pueden ser otros que los niños. Un ángel, al igual que un niño, es la encarnación de la pureza, el candor y la inocencia. Por eso lo pintamos de blanco. Su alma no conoce la mancha de la culpa.

¿Me puede alguien decir que mancha podía ensombrecer el alma de una niña de solo dos años?

Quizá el fin del niño sea llegar a ser adulto (lo dudo), pero ya, su frágil inocencia, es por sí misma, la obra perfecta, virgen, sin contaminar.

¿Habrá algo más grande que la mirada de un niño? En ella caben todos los anhelos de la humanidad.

No puedo imaginar, pero me aterra pensar, en la negritud que tuvo que invadir el alma de Nabody al sentir como el frio mortal de la soledad invadía hasta el último rincón de su pequeño ser.

En esos momentos en los que el niño se siente solo porque sus dioses lo han abandonado ¿Qué sabemos nosotros los adultos, de la desesperanza, de la infinita tristeza que cabe en su minúscula cabeza y en su pequeño corazón?

La angustia y la soledad que un niño de dos años ha de sentir en una patera, ennegrecen su mundo de tal modo, que toda el agua de los océanos, no bastaría para limpiarlo.

Es en ese instante, en el que el hombre hace fracasar la obra del creador, cuando un atronador grito de angustia y desesperación estalla, y llegando hasta el último rincón del Universo, pregunta:

¿Por qué?

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